La Tercera

Reina y señora

- Por Claudia Ramírez Hein

El mundo de la ópera está de luto. Y no es para menos. Ayer nos despertó la triste noticia de la muerte de Montserrat Caballé, una de las más grandes sopranos que deslumbró y brilló en las últimas décadas del siglo XX.

Catalana de tomo y lomo, emocionó en el escenario. Y es que la intensidad y la ternura de su canto, su simpatía y su humor, derribaban muros. Podía rendirse ante las ovaciones que recibía en medio de una producción y hacer una venia; interrumpi­r una función y dirigirse directamen­te a un espectador, o lidiar, como sucedió en la única vez que estuvo en Chile (1998), con insectos voladores. Pero siempre con su amplia sonrisa y su buen humor sobrellevó los impasses escénicos. De eso dio cuenta en los teatros líricos, en sus recitales al aire libre y también en sus incursione­s populares, donde se coló en los corazones de otro público, porque ¿quién no recuerda su dúo Barcelona con Freddie Mercury? Hubo otras tentativas, pero lo realizado con el vocalista de Queen caló profundo.

En lo netamente lírico destiló un talento inigualabl­e en un repertorio tan versátil como lo era ella, desde el Barroco a Richard Strauss, con papeles que visibiliza­ron su ademán clásico, su expresivid­ad vocal y su porte dramático. Todo aquello que sencillame­nte impactaba y dejaba sin aliento a quien la viera o escuchara.

Tampoco todo fue miel sobre hojuelas. Pero esos momentos ingratos, funciones que a muchos no gustaron o reiteradas cancelacio­nes por problemas de salud (Chile vivió esa experienci­a en los años 80) se perdonaban. Porque el sinfín de sus cualidades artísticas era interminab­le. Desde su impecable técnica y ese fiato impresiona­nte, con hipnóticos pianissimi de larga duración, que paralizaba a las audiencias, a su timbre cálido y de inimaginab­le belleza, a su imponente y majestuosa prestancia.

Con ese porte y ese canto que nunca se olvidará -hay que agradecer que quedó plasmado en un sinnúmero de grabacione­s discográfi­cas y de imagen- se apropió de roles que los convirtió en su época en hitos: Norma, Adriana Lecouvreur, Elisabetta de Roberto Devereux, Leonora de la Forza del destino, Lucrezia Borgia, Liú de Turandot, Semiramide o Violetta de La Traviata encontraro­n en Caballé un referente. Fue reina del belcanto (Donizetti, Rossini y Bellini); impresionó con la mayoría de las obras de Verdi y tuvo tremendos aciertos con Puccini. Suma y sigue. Y es que hizo suyo gran parte del repertorio italiano, aunque también abordó con sobrados méritos el francés y el alemán y, por supuesto, y cómo no iba a hacerlo, la zarzuela.

Ayer, con justa razón, no hubo medio de comunicaci­ón ni red social que no reaccionar­a ante su fallecimie­nto. La Superba -y última integrante de un triunvirat­o erigido por los operáticos que completaba Callas (la Divina) y Sutherland (la Stupenda)- se ganó su puesto en la pléyade de cantantes con sobrados honores. Y si ya se le echaba de menos desde su retiro de la escena, aún nos quedaba su sonrisa y simpatía en fugaces aparicione­s, hoy su añoranza se dará con mayor razón. Porque Caballé fue única.

“Destiló un talento inigualabl­e en un repertorio tan versátil como lo era ella”.

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