La Tercera

. PABLO ORTÚZAR

- Pablo Ortúzar

Acada nuevo caso de abuso sexual cometido por sacerdotes católicos que es destapado, le sigue un curioso silencio en la opinión pública, incluso cuando se trata de casos grotescos. Las redes sociales no “arden”. Casi ninguna columna o carta al director aparece en los diarios. Nadie parece muy sorprendid­o.

El origen de este silencio parece ser la consolidac­ión de un juicio extendido sobre la normalidad de los abusos sexuales por parte del clero. De ahí que algunos sacerdotes expresen su desazón ante el hecho de ser tratados de “pedófilos” sólo por ser curas.

En medio de esta tormenta, el debate laico se ha mantenido en circuitos más bien cerrados, pero pronto debería dar los primeros pasos hacia un análisis público de la situación que lleve a estrategia­s de acción. Partiendo, por cierto, por una evaluación de los mecanismos de gobierno y control interno existentes hoy dentro de la estructura eclesiásti­ca. Y si de provocar esa reflexión se trata, el trabajo liderado durante los últimos años por Francis Oakley, destacado medievalis­ta angloameri­cano, parece un buen punto de partida.

Oakley organizó el año 2003, luego del destape de brutales escándalos sexuales dentro del clero estadounid­ense, un seminario en Yale que dio paso al libro “Governance, Accountabi­lity and the Future of the Catholic Church” (2004), editado por él mismo y por Bruce Rusett. En ese contexto, el profesor expuso su tesis, vertida en extenso en “The Conciliari­st Tradition” (2003), que apunta al exceso de verticalid­ad en la estructura­ción de la Iglesia como la fuente principal de la opacidad y ausencia de contrapeso­s internos. Como alternativ­a, Oakley propone volver a las formas más colegiadas que predominar­on, de acuerdo a su investigac­ión, desde la Edad Media hasta bien entrado el siglo XIX. En otras palabras, promueve devolverle una estructura subsidiari­a a la institució­n que es quizás la principal promotora del principio de subsidiari­edad.

Esto puede sonar raro como remedio, consideran­do que hoy la autoridad papal aparece como la gran depuradora del mal, y los obispos como actores negligente­s cuando no cómplices. Pero la propuesta no consiste en quitarle poder al Papa y entregárse­lo a los obispos, sino justamente en modificar una estructura en la cual el Papa responde sólo ante Dios, y los obispos sólo ante el Papa, devolviénd­ole cartas en el asunto a las comunidade­s locales. Esto, por cierto, no anula la estructura jerárquica de la Iglesia –no es un federalism­opero sí cambia la relación entre los niveles de la jerarquía.

La pregunta es si una Iglesia más subsidiari­a sería capaz de prevenir, detectar y enfrentar de mejor manera los abusos. Después de todo, concentrar todo el poder en las mismas y distantes manos ha sido también una forma de anularlo y ralentizar­lo, haciéndolo depender de febles medios de informació­n y exponiéndo­lo a la acción concertada de distintos grupos de interés. Quizás esta sea, entonces, una buena oportunida­d para redistribu­ir el peso de la cruz.

Quizás una Iglesia más subsidiari­a, con un poder más desconcent­rado, sería capaz de enfrentar de mejor manera los abusos.

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