Segundones de primera
Más de alguien podría salir de la exhibición de Lucky diciendo que hay en esta cinta demasiado poco para sostener una historia y la atención del espectador. Efectivamente hay poco. El protagonista, Lucky, así le dicen todos, es un anciano que todos los días cumple una rutina de ejercicios al despertar, que después va por un café a la fuente de soda del pueblo; por las noches llega al bar por una cerveza y para compartir con los parroquianos del lugar. Vive en un poblado fronterizo decadente y fantasmal, que pareciera salido de las viejas películas del Oeste, tiene 90 años, es un fumador compulsivo y este es quizás el dato más benévolo que entrega el guión de la infinita descolocación del personaje con los tiempos que corren.
Es cierto: nada de eso es muy cautivante si lo que se busca es movilizar grandes audiencias. El asunto cambia un poco si el personaje está confiado al aplomo, a la autoridad y a la clase de Harry Dean Stanton, actor fallecido en septiembre del año pasado como el príncipe de los secundarios de esta época. Stanton debe haber filmado unas 80 películas, sin contar los trabajos que hizo para la televisión, y en ese caudal está buena parte del mejor cine americano desde mediados de los años 60 en adelante. No es una exageración decirlo: de La leyenda del indomable (S. Rosenberg) a El Padrino (FF Coppola), de Wise Blood (J. Huston) a Corazón salvaje (D. Lynch). Fue un portento. De los pocos roles protagónicos que tuvo, es obligatorio destacar el de ParísTexas, porque tanto la cinta como su personaje hicieron historia. Roger Ebert sostenía que ninguna película podía ser del todo mala si en ella estaba Stanton o M. Emmet Walsh. Era por supuesto una arbitrariedad suya, aunque lo mismo podría haber dicho de Charles Durning, de Dennis Franz, de Ben Johnson, de Burgess Meredith o de William H. Macy. Hay actores secundarios tan grandes que el adjetivo les queda chico.
Lo bonito de Lucky, que fue el último trabajo de Stanton –una cinta sobre el tiempo y sus descalabros, sobre lo que significa estar vivo aunque con la conciencia de estar de paso y no por eso deprimirnos- es que marca el debut en la dirección de otro actor que también viene de las filas de los intérpretes de reparto. No es ningún lirio. Tiene 55 años y se llama John Carroll Lynch. Hizo carrera en películas envidiables como Fargo (era el marido tontón de Frances McDormand), como Gran Torino, como La isla siniestra.
La moral de este gran tributo al príncipe de los segundones no estaría sin embargo completa si Lucky, a su vez, no convocara a un buen puñado de actores fogueados en estos roles: Ed Begley Jr., Tom Skerrit, Barry Shabaka Henley, James Darren, Beth Grant… No tiene sentido seguir con el listado. Hay que ver la película: sus nombres dicen poco, pero sus rostros mucho. Una sorpresa adicional es encontrar entre ellos a David Lynch, autor de varias realizaciones inolvidables y que decidió partir un día a la oscuridad y al hermetismo. Aquí está de vuelta, con verdades sencillas porque interpreta al dueño de la tortuga en fuga con que se abre y cierra la película.
Seguramente Lucky no tendría la densidad que tiene si Stanton todavía estuviera vivo. Esta fue su despedida y él seguramente lo tenía claro. Nadie llega a los 90 pensando que tiene sus días comprados. Por eso es tan convincente no su personaje sino él. Es raro lo que ocurre en las películas: aunque muerto, vivirás. No, no es una fe. Es simplemente la majestad del cine.