Bolsonaro somos todos
Que no cree en la democracia, que fue un activo defensor de la dictadura y que se lamenta de que no hayan muerto más opositores, que no cree en las libertades políticas de los ciudadanos, que está dispuesto a saltarse el Estado de Derecho para cumplir con sus propósitos, que desdeña de todo lo público, y varias cosas más se dicen de quien será el próximo Presidente de Brasil.
Y aunque todo eso es cierto, y quizás mucho más, Jair Bolsonaro es menos la causa de los males y sí mucho más la consecuencia de éstos. Flagelos que durante décadas han azotado Brasil, donde la corrupción adquirió niveles inimaginables, con una clase política que ha saqueado el país de mil formas y maneras; donde la inseguridad ciudadana muestra tal nivel de brutalidad y masividad, que en muchos lugares la vida y dignidad humana valen poco o nada; y donde existe tal injusticia social, que se ha condenado a generaciones completas a la marginalidad y la miseria, cuya única esperanza está puesta en el narcotráfico y la droga.
En esas circunstancias, ¿por qué aquellos ciudadanos habrían de valorar la democracia y la política, cuando una clase dirigente se ha transversalmente servido del Estado, abusado de su poder, y cuya única preocupación es preservar sus privilegios y prebendas? El populismo en Brasil, como en todos los otros lugares del planeta, es el resultado de la frustración y la rabia acumulada; que, en un contexto de desesperanza y olvido, lleva a los ciudadanos a tomar decisiones radicales. De hecho, y en el peor de los casos, asumen que nada puede ser peor a la podredumbre política, institucional y moral que observan a diario.
Entonces, celebro el reproche pero afirmo que equivocan el responsable. Quizás lo correcto y decente sería apuntar a quienes promovieron este escenario; a los que, pese a la evidencia del deterioro, no supieron parar, pues vieron en el poder un fin y no un medio; a los que de manera obscena justifican a los corruptos o callan las heridas de la democracia cuando éstas son propinadas por sus aliados; a esos que hoy condenan que exmilitares ganen las elecciones en Brasil, pero lo celebran cuando ocurre en otros países; a los que una y otra vez supeditaron el bien común a los intereses de la causa, el partido o en beneficio propio; en fin, a todos aquellos cuya indolencia contribuyó a dinamitar la fe en la democracia, sus instituciones y la actividad política.
Quizás lo correcto sería hacer un reconocimiento y autocrítica, para enmendar con gestos y no sólo palabras, y así al menos ganarnos la legitimidad para denunciar lo que bien puede en el futuro ser otra tragedia para nuestra América Latina.