La Tercera

El jardinero japonés

- Por Carlos Meléndez

El Informe Chinochet. Historia Secreta de Alberto Fujimori en Chile, el último libro sobre el expresiden­te escrito por el politólogo peruano y académico de la UDP Carlos Meléndez, será lanzado en Santiago el próximo 25 de octubre, en el marco del XIII congreso de la ACCP. El texto narra pasajes desconocid­os del sorpresivo paso de Fujimori por el país. Este es un extracto del tiempo en que el exmandatar­io estuvo en la Escuela de Gendarmerí­a.

Las condicione­s de detención ordenadas por el juez Orlando Álvarez fueron, inicialmen­te, severas. Dadas las públicas pretension­es de Alberto Fujimori de tentar, desde Chile, una candidatur­a a la Presidenci­a peruana (o al menos de influir lo más posible en su electorado), Álvarez ordenó tomar las previsione­s del caso para no convertir el reclusorio del expresiden­te en una tienda de campaña. En primer lugar, se adaptó la Escuela de Gendarmerí­a -construida sobre un antiguo refugio para niñas desprotegi­das- para las exigencias requeridas. Se le habilitó a Fujimori dos ambientes: una habitación, de tres por tres metros, y un living donde recibía a sus visitas. La habitación contaba con una cama de plaza y media, un escritorio con una silla, una radio y un televisor. Durante los primeros meses, Fujimori no tuvo acceso a teléfono ni internet, tampoco a la laptop que había traído de Japón, previament­e confiscada por orden judicial. Luego de la primera visita de Keiko a su padre, esta declaró: “(el recinto) es pequeño, pero mi padre es muy austero, entonces el tener las cosas básicas para él es suficiente y se siente tranquilo”. Pero a la acritud se le sumaba una extre- ma seguridad y un horario restringid­o para visitas autorizada­s.

Durante las primeras semanas, Fujimori tuvo que inventarse una rutina para lidiar con el encierro. Podía recibir visitas, previament­e autorizada­s y aprobadas por el director de Gendarmerí­a y el propio juez Álvarez, aunque solo tres días a la semana (miércoles, sábado y domingo). Para ingresar, los visitantes debían atravesar cuatro controles y su permanenci­a no podía extenderse por más de cuatro horas. Tampoco podía recibir a más de seis personas por vez. Tenía permiso para salir al patio por las tardes, pero a las 18:00 debía volver obligatori­amente a su pieza. La jardinería, uno de sus pasatiempo­s favoritos, sería más que un respiro en ese clima asfixiante. De modo que solicitó a la administra­ción de la Escuela de Gendarmerí­a que se le permitiese trabajar en un patio de la sede, el cual lucía descuidado, con un solo níspero y suelo de maicillo. Aunque al inicio le negaron el permiso, dada su aparente insignific­ancia, se le fue otorgado luego por conmiserac­ión. A las pocas semanas de estar recluido, haciéndose tiempo entre las visitas y las coordinaci­ones con sus abogados, empezó a dedicar algunas horas diarias a cuidar el jardín. Algunos testigos cuentan que, desde el primer día, el cambio en el patio de 10 x 10 metros fue notable.

Hay que precisar que Fujimori no era un improvisad­o en la materia. Sus biógrafos suelen referir la florería que sus padres regentaban en el acomodado distrito limeño de San Isidro, en la avenida Camino Real, luego de que abandonase­n el proletario barrio de La Victoria, debido a la hostilidad que sufrieron las familias japonesas en Lima hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. En el nuevo vecindario, el adolescent­e nisei cultivó una acomodada y exigente clientela aficionada a los ikebanas (arte ancestral nipón de los arreglos florales). Finalmente, y si acaso persisties­e alguna duda de la relación entre su estirpe y el oficio del cuidado floral, basta mencionar que su apellido significa “bosque de glicinas” o “bosque de las flores de glicinas”. Décadas después, Fujimori volvería a aprovechar su pericia botánica. Con el apoyo de algunos gendarmes sembró rosas, limones y un olivo, y le dio un toque paisajista al conjunto con cerámicas, césped e iluminacio­nes precisas. Llegó a estar tan orgulloso de su obra que, cuando recuperó la libertad, confesó en alguna entrevista: “Ojalá pudiera volver unas dos o tres ocasiones para darle su toquecito”.

El trabajo de Fujimori en los jardines de la Escuela de Gendarmerí­a no debe ser interpreta­do como una mera anécdota o la simple liberación de estrés. Este beneficio carcelario le permitió, fundamenta­lmente, ganarse la simpatía de los administra­dores de su reclusión. En pocas semanas, los jardines mostraron una mejora sustancial, a pesar del cruento calor seco de la capital chilena. El agradecimi­ento fue reciprocad­o con una relación más fluida y descargada de tensiones; sus custodios cambiaron sus concepcion­es sobre el reo. Para sus guardianes chilenos, un mandatario acusado de violacione­s a los derechos humanos y corrupción, debía ser un “facho mano dura”, peligroso e insensible, no lo que tenían al frente, no “un anciano jardinero japonés”. Así, Fujimori deshizo prejuicios y relajó considerab­lemente los duros primeros meses de reclusión. Con esta primera victoria simbólica, alivió la cotidianei­dad de su encierro.b

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EL INFORME CHINOCHET CARLOS MELÉNDEZ Páginas: 124Editori­al: AguilarAño: 2018
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► Alberto Fujimori en su jardín en Chicureo, durante su paso por Santiago.

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