Londres: una historia
Pinochet no entendía lo que vivía en un país cuyo idioma no comprendía y que poco antes lo había recibido como ex jefe de Estado y un amigo al que se le debía gratitud. Añoraba regresar a su patria y a sus seres queridos.
Recuerdo con nitidez el sol radiante que ese día iluminaba el camino a Virginia Waters, donde me reuniría con el expresidente Augusto Pinochet, quien permanecía bajo arresto domiciliario solicitado por un juez español, posteriormente destituido del Poder Judicial por el delito de prevaricación.
El ambiente en la casa era de preocupación. Don Augusto o senador, como yo lo trataba, evidenciaba un deteriorado estado de salud y a la inquietud de la familia y escoltas se sumaban las autoridades londinenses para las que, en cuestión de días, el caso pasó de ser el problema de un gobernante militar latinoamericano, atacado como solo la izquierda sabe hacerlo, a una materia de relevancia diplomática y política respecto de la que tomaba fuerza que se trataba de una persecución ideológica y no un tema de justicia.
En su habitación descansaba un anciano octogenario, frágil y enfermo. No entendía lo que vivía en un país cuyo idioma no comprendía y que poco antes lo había recibido como exjefe de Estado y un amigo al que se le debía gratitud. Añoraba regresar a su patria y a sus seres queridos, pero sin comprometer lo que él representaba para su institución y su país. Le costaba procesar los reportes que recibía sobre su situación judicial y cada vez se demoraba más la tan esperada liberación.
La conversación resultaba difícil, porque la incertidumbre lo tenía afectado. No tuve buenas noticias que darle ese día sobre su liberación, pero sí sobre el giro que tomaba su causa en el ámbito político y comunicacional, el que acusaba recibo de la estrategia del nuevo cariz de su caso y confirmaba nuestra evaluación positiva de los efectos de las acciones desarrolladas. La idea de un cambio favorable le iluminó y la conversación pudo fluir con entusiasmo.
Todo había comenzado cuando ante otra sentencia contradictoria, Lady Thatcher, la mas relevante jefa de gobierno del Reino Unido y del mundo occidental del siglo XX, dio el paso más valiente, generoso y determinante del proceso y decidió actuar de manera aún más categórica para denunciar personalmente la burla a la justicia que este caso significaba.
La “Dama de Hierro” tomó la decisión de visitar al expresidente Pinochet en la casa donde permanecía por decisión del gobierno laborista. Y por encargo personal suyo quienes conformamos un equipo de trabajo por su liberación organizamos esta visita bajo la mas estricta reserva.
El proceso para concretar esta notable decisión política y moral, quizás el encargo más complejo de mi vida, fue tomando forma y concitó el apoyo del equipo jurídico, luego la aprobación del Ejército y, en definitiva, de las autoridades locales y de Chile. El trabajo fue incesante. Preparación de la transmisión en directo a más de 60 países y organización de la primera aparición directa y en vivo del detenido senador y expresidente. Se trató de una decisión impresionante de Margaret Thatcher, llena de fidelidad a sus principios y que buscaba dar un grito de alerta a un mundo que era engañado por falsos justicieros.
La exprimera ministra británica llegaba a visitar al caído, denunciaba al mundo que el apresado era un luchador de la Guerra Fría, que había derrotado al socialismo que ahora buscaba su venganza, que había llevado a su país a un régimen democrático, con elecciones ejemplares y que había cumplido al pie de la letra el proceso de transición democrática establecido en la Constitución que su gobierno le dio al país y que entregó el poder a pesar de haber logrado un 44% de apoyo popular, votación superior a la lograda por la gran mayoría de los gobernantes británicos.
La notable figura de Thatcher, que el mundo libre reconoce junto al Presidente Reagan y a San Juan Pablo II como los artífices del cambio de la historia con su liderazgo en la derrota del marxismo y el resurgimiento de las libertades que trajo la caída de la Cortina de Hierro, lo señalaba como un líder y advertía que no era un hombre cualquiera. Se trataba de un amigo del Reino Unido que había salvado vidas inglesas y ahora se pretendía lincharlo al someterlo a un juez español, pasando a llevar un país donde imperaban la democracia y el estado de derecho. Y que tras todo ello estaban quienes buscaban destruirlo en nombre de los derechos humanos, pero apoyaron las atrocidades del socialismo y comunismo en los países sometidos a la dictadura del proletariado en Europa oriental, en Camboya, Vietnam y otros, y que aún respaldaban las tiranías cubana, coreana y otras.
El golpe comunicacional fue devastador. El atacado Pinochet, chivo expiatorio de experimentos judiciales, demonizado al extremo, fue levantado por la más importante primera ministra y líder occidental, reivindicado su rol en la salvación y reconstrucción democrática e institucional de Chile, reconocido en su aporte decisivo a la derrota de las guerrillas en Latinoamérica y del comunismo en el mundo, por ser pionero en la libertad económica y por haber liderado el más exitoso y ejemplar caso de transición de un gobierno militar a una ple- na democracia.
La significación reivindicatoria que representaba el espaldarazo recibido alcanzaba no solo al perseguido exmandatario, sino que a la gesta de las FF.AA. de Chile y su proceso de reconstrucción nacional, y ello emocionaba a todos los que comprendimos el valor del cariño y generosidad al exponer su enorme capital político apoyando a quien no tenía nada que darle ni ella tenía nada que ganar, y que con la altura y magnanimidad de los grandes lo toma de la mano, lo apoya y reivindica su derecho a ser reconocido dentro de los triunfadores sobre el marxismo.
La conversación se extendió en los detalles y gestos sutiles que hacían brillar sus ojos ancianos, siempre iluminada por la relevancia de la visita y de la importancia histórica del gesto y su alcance político, expandiendo el potente mensaje de una líder de incuestionables pergaminos democráticos y libertarios que llegaba a esa casa a decirle al mundo que las Fuerzas Armadas y de Orden de Chile fueron llamadas por la ciudadanía e instituciones republicanas a intervenir y salvar a su país de la agresión del comunismo, de la influencia cubana, de los ideólogos de la lucha de clases y de los que promovieron y usaron la violencia para derrocar gobiernos democráticos e imponer su revolución totalitaria. Era, sin lugar a dudas, el comienzo del camino para recuperar su libertad.
En su rostro, marcado por los años y más de seis décadas de trabajo duro, se reflejó una sonrisa de esperanza. Se despidió diciendo: “Gracias, amigo. Quiero volver a Chile”.