Aula insegura
Alivia saber que la opinión pública apoya que autoridades de liceos dispongan de medidas disciplinarias contra quienes ejercen violencia. Sin embargo, impresiona que se haya llegado a semejante iluminación recién ahora. ¿Gracias, además, a un sondeo de opinión y porque el alcalde de Santiago subió un video en redes sociales que mostraba a un carabinero siendo pateado en el suelo? Vaya manera como los chilenos se enteran y reaccionan frente a cuestiones de tal magnitud.
Explicaciones, por supuesto, no han faltado. Pero, veamos. La desigualdad social y el que haya establecimientos educacionales de primera y tercera clase, eso se sabe (llevamos años hablando y midiendo la cuestión en dichos términos). Que no se puede esperar otra cosa que alienación y existencialismo anárquico desesperado como reacción al capitalismo salvaje –otra explicación que se ha ofrecido— simplemente no se hace cargo del problema de la violencia; a lo sumo lo diagnostica en clave psicosociológica, sesgada, además. Se sigue en esta línea, y habrá que continuar confiando en vídeos subidos a las redes que logren remecer la mala conciencia y arrojen cifras favorables en encuestas.
Valgan, en cambio, una serie de otros ángulos en que debiéramos reparar; dimensiones que pudiéndonos inquietar, no son asumidas. (1) El que no esté definida la responsabilidad de docentes y alumnos (autoridad de unos versus derechos de otros). (2) El que no exista acuerdo tampoco respecto a qué sería lo que se espera de la educación -cuál es para nosotros el fin de la educación: formar ciudadanos o individuos-, pregunta que según Bertrand Russell sería fundamental (véase su libro La educación y el orden social de 1932). Y, no menos crucial, (3) el que no nos estemos también preguntando qué tan fallido es un Estado que ofrece educación pública para todos, pero arroja resultados a todas luces insatisfactorios. A ciudadanos útiles y capaces de vivir en armonía social no los estamos formando. A individuos que pueden potenciar sus talentos mediante el conocimiento -habiéndolos-, los estamos perdiendo. Van a instituciones fiscales decaídas, y el daño que sufren se les nota y termina por marginarlos.
No siempre Russell convence. Como buen progresista, creía que asegurando ciertas “libertades”, los resultados serían óptimos: que el niño pudiera llamar tontos a los adultos, que se expresara política y sexualmente sin respeto a tabúes, y que se confiara en su capacidad para razonar. Logrando lo anterior, nos libraríamos de revolucionarios, militaristas rabiosos y moralistas perseguidores. Pese a su evidente genialidad, Russell no supo prever fracasos del progresismo: los de nuestra época.