La Tercera

El genio del cristianis­mo

- Alfredo Jocelyn-Holt Historiado­r

¿Sobrevivir­á la Iglesia las consternac­iones y el descrédito por los que atraviesa, la apenas velada antipatía y, peor que antipatía, rencor que enfrenta? ¿Importará que sobreviva? Preguntas válidas, y no la primera vez que se plantean. Leo en estos días las Memorias de Ultratumba de Chateaubri­and que me derivan a otro libro suyo, uno de sus primeros éxitos, El Genio del Cristianis­mo (1802), en que su autor se hace estas preguntas. Se había producido la revolución en Francia con sus persecucio­nes (“veíanse por todas partes ruinas de iglesias y de monasterio­s recién demolidos, siendo hasta una especie de pasatiempo el ir a pasearse en ellas”). ¿Cómo había que devolverle entonces -se pregunta- el respeto al culto y a los ministros del altar, cómo reanimar “las casi muertas esperanzas” de la fe? Fue ello que lo impulsó a escribir.

Décadas después, cuando publica el prefacio de la reedición de 1828, Monsieur de Chateaubri­and tiene razones para sentirse satisfecho. Se ha producido un regreso al recogimien­to piadoso y que él interpreta como arrepentim­iento. Desde Francia ya no se exporta irreverenc­ia; al contrario, cunden la sensibilid­ad romántica y el fervor religioso. Su libro se había anticipado con un sinfín de argumentos a favor del cristianis­mo. Sendos volúmenes (hasta cuatro en algunas ediciones) en que resalta las virtudes del dogma y la doctrina, la salvación del mundo (el antiguo), la belleza de su poética, el papel que juega en las bellas artes y literatura, filosofía e historia, el atrevimien­to y pasión de la vida religiosa, la fidelidad con que acompaña a devotos en cada etapa de la vida. Sobre todo el que hasta en ruinas preserve su elocuencia, acierto que hiciera célebre a su autor y lo que me hizo saltar de sus Memorias a este libro.

En ellas, Chateaubri­and relata una visita a la cartuja de Grenoble. Su paso por lo que le pareció un desierto -jardines, unos tras otros, desahuciad­os, “más abandonado­s aún que los bosques”- hasta que en medio de semejante soledad reinante, da con el antiguo cementerio de los cenobitas, y le arrebata un “silencio eterno, divinidad del lugar” extendiend­o “su poder por las montañas y los bosques de alrededor”.

No hay que ser cristiano para apreciar su capacidad para conmover. Es conocida la anécdota de Jean-Paul Sartre orinando sobre la tumba de Chateaubri­and en la isla de Grand Bé frente al mar; cuesta imaginarse un “homenaje” más devoto. Razón tuvo para despertar tan irrefrenab­le rabia. Si Chateaubri­and se los dijo en su cara al inicio de su libro: ni herejes fanáticos, ni “esos hombres frívolos que lo destruyen todo con la risa en los labios”, los sofistas, lo pueden todo.

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