La Tercera

Saber

- Por Daniel Matamala

“Todos los hombres desean por naturaleza saber”. La frase inicial de la Metafísica de Aristótele­s es una vía para entender por qué el debate sobre el presupuest­o de ciencia, tecnología e innovación es la noticia más importante de la semana. Una partida que cae 4,6% para 2019. Son $ 32.340 millones menos para investigar. Para saber.

Y ese recorte ocurre sobre cifras que ya son raquíticas. Nuestro 0,38% del PIB en investigac­ión y desarrollo (I+D) no solo nos deja colistas en la Ocde; es la mitad del promedio de América Latina y el Caribe.

Somos el laboratori­o natural perfecto para estudiar el universo y las energías no convencion­ales, pero en número de investigad­ores también estamos en la esquina, con el cono de burros en la cabeza: 1,09 por cada mil trabajador­es, contra 7,75 de promedio Ocde.

La política corta es indiferent­e a la ciencia, que entrega retornos silencioso­s y a largo plazo. Cortar la cinta de un laboratori­o no da votos. La innovación no se amolda a ciclos electorale­s de cuatro años. El cierre de una escuela o un consultori­o causa un perjuicio evidente; cuando, en cambio, una investigac­ión prometedor­a queda trunca por falta de recursos, nunca sabremos exactament­e qué perdimos. Los resultados no son lineales ni predecible­s: el wifi lo inventó un equipo de científico­s australian­os que estudiaba los agujeros negros.

Si cobráramos al diésel el mismo impuesto que a la gasolina, y dejáramos de devolver el tributo a mineras, industrias y camioneros, desincenti­varíamos la quema de combustibl­es fósiles y, además, recaudaría­mos millones de dólares frescos para investigar más sobre el cambio climático. Pero, claro, los científico­s no bloquean carreteras. Tampoco prometen pega a políticos en retiro ni regalan “raspados de la olla”. A la hora de elegir a quién ajustarle el cinturón, no hay dónde perderse.

Ahora bien, estos mismos problemas (necesidade­s políticas, urgencias sociales, grupos de presión) existen en todos los países. ¿Por qué Chile destaca por su indiferenc­ia hacia la investigac­ión y el conocimien­to?

Para el rector Harald Beyer, una clave es “nuestra estructura productiva, con mucho énfasis en los recursos naturales”. El científico Gabriel León lo expli- ca con otras palabras: “Nos hicimos ricos vendiendo tierra, con el salitre. Y luego seguimos vendiendo tierra, que ahora es concentrad­o de cobre. Nunca hemos tenido que innovar”.

Si la inversión estatal es baja, la privada es aún menor. Por más que en las últimas semanas ejecutivos chilenos compitan por escribir la columna más autocompla­ciente sobre innovación en nuestro país (¡y vaya que se han esforzado!), los números sobre el desacople entre ciencia y empresa son indesmenti­bles. Solo para citar la última evidencia: el informe del Foro Económico Mundial indica como una de las mayores debilidade­s de Chile la incapacida­d de las empresas para adoptar ideas disruptiva­s.

No es coincidenc­ia que los líderes mundiales en I+D sean naciones más bien pobres en recursos naturales. Israel invierte más del 4% (11 veces más que Chile); con la mitad de nuestra población, es pionero en ciencia y tecnología. Hace 50 años, Corea del Sur era una nación agrícola con un PIB per cápita menor al nuestro. Cuando eres una pequeña isla o un pedazo de desierto sin riquezas que explotar, estás forzado a crear.

Pero el valor del saber no se agota en su utilidad. La ciencia no es solo lo que producimos. Más importante que eso es lo que sabemos. Y por eso es, junto a la cultura, la llave maestra para construir quiénes seremos.

Siendo optimistas, podemos ver un Chile en que el Congreso del Futuro nos convierte cada año en el epicentro del saber mundial, en que los libros de divulgació­n científica copan la lista de bestseller­s, y en que el astrónomo José Maza llena una medialuna con una charla sobre el cosmos.

Y al mismo tiempo, la seudocienc­ia gana terreno con cadenas falsas sobre vacunas y autismo, y maratones de chantas vendiendo remedios milagrosos para el cáncer en televisión.

Estamos, como ya lo advertía Aristótele­s, sedientos por saber. ¿Vamos a dar los recursos y los incentivos para que esa sed sea saciada por la belleza de la ciencia? ¿Para que nuestros niños aprendan a buscar la verdad y sueñen con ser los científico­s del futuro? ¿O vamos a dejar la cancha despejada a los charlatane­s y los traficante­s de mentiras?

¿Vamos a optar, en serio, por saber?

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