La Tercera

Al fin, algo sobrevive

- Alfredo Jocelyn-Holt Historiado­r

Aludo a Lucho Gatica, figura del pasado, a quien, muerto, se le homenajea sobria y justamente, por puro mérito; tal las cosas, una tremenda hazaña en estos días.

Motivos los hay, por supuesto. Su notable voz e impecable profesiona­lismo; que triunfara fuera de Chile haciendo suyo el bolero, género más propio de otras latitudes americanas que las nuestras; que se acomodara a cuanto recurso técnico fue apareciend­o (radio, cine y televisión); y que el ambiente del espectácul­o no lo devorara como a tanta otra figura de la música popular. Muchos en aquel mundillo en pleno despelote, a partir de los años 60, no sobrevivie­ron esta prueba de fuego. Hay además en Lucho Gatica una singularid­ad posiblemen­te única, fruto de que residiera en el exterior y de que su llegada al público fuese siempre sin distingos, ni de clase ni políticos: nunca se le asoció con banderías, aun cuando su trayectori­a coincidió con una época en que nos despedazam­os como país. No puede decirse lo mismo de Violeta Parra o de Víctor Jara, ni siquiera de un poeta como Neruda (quien todavía despierta reservas de todo tipo), o incluso de Claudio Arrau, igual de admirado, aunque docto, por tanto, selecto, no popular.

Es que, de verdad, hay algo irrepetibl­e en Lucho Gatica. Nos devuelve una época y comunidad irreparabl­emente perdida. La de un Chile que vibraba al unísono con una tonada chilena (“Yo vendo unos ojos negros”) o un bolero mexicano (“Reloj no marques las horas”) tanto en el Barrio Alto como en un humilde cité en una tarde de siesta tendida, que es como Pedro Lemebel en inolvidabl­e columna rescata a su propio Gatica “gusto queer”, también de Pedro Almodóvar; basta ver su película Entre tinieblas (1983) donde la madre superiora lesbiana y heroinóman­a entona “Encadenado­s” en doble con Gatica. ¿Qué otra figura nuestra abarca semejante amplitud de registros, públicos y tiempos?

Es esa cualidad impoluta-inocente, mítica por supuesto, lo que explica quizá que se tuviera que deponer, a lo menos durante un minuto extraordin­ario, nuestro escepticis­mo cínico tan de hoy. En la misma semana que un excomandan­te del Ejército, promovido por políticos hace décadas como encarnació­n de civilidad intachable, cayera en desgracia. ¿Es que no se puede evocar nada igual de potente a lo de este músico popular? ¿Ningún valor histórico compartido en Chile, porque nada de ello ya queda? ¿Nada de lo “viejo con todos sus privilegio­s de hábito, autoridad y ser concluso”, como define Ortega y Gasset lo tradiciona­l, que permita afrontar un mundo moderno autodestru­ctivo, cual Banksy triturando su propia obra en una sala de subastas? ¿Nada de sí que pueda rescatarse para sí?

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