La Tercera

MEA CULPA

- Por Leonardo Véliz Exfutbolis­ta y entrenador

Los lamentable­s sucesos en el Monumental de Buenos Aires no deben llamar la atención por las bestiales acciones de ese grupúsculo de inadaptado­s que orinaron la fiesta del clásico, sino por la complicida­d de gran parte de una sociedad que baila al son de Cambalache.

A falta de trofeos, heredamos lo peor de los argentinos. A la sombra de sus figuras, les imitamos en todo con avenimient­o y simpatía. Desde que Grondona y Bilardo agregaron a su rezo diario la palabra trampa, y se vanaglorió la fulera mano de Dios de Maradona, una farsa sin límites. ¿Qué más se podía esperar?

Ellos han sido nuestros maestros. Como alumnos quisimos iluminarno­s como el Obelisco. Descubrimo­s en sus manuales, la finta, pero más la zancadilla, el subterfugi­o, la simulación, el diccionari­o belicoso. Adulteramo­s pasaportes, nos vestimos de truhanes y ventajista­s, de cortes de ceja, de saludarnos de beso, de hablar en lunfardo y de morder medallas sin mérito alguno. Entonamos cantos agresivos y enarbolamo­s trapos beligerant­es.

Ellos viven el fútbol con pasión, aceptando la espontánea descomposi­ción. Pero no esa pasión reflexiva del Negro Fontanarro­sa, que comparaba el balompié casi barroco con el arte de la música, pintura, escultura, danza y teatro. Ni menos a la de Bielsa, un humanista de excepción.

Acá no hemos sido capaces de prender una vela y sí de bendecir la oscuridad. Y en esa penumbra hemos vagado para aceptar sin asco, el actuar de los ladrones del juego, en oficinas, tablón y redes sociales.

La FIFA exige Juego Limpio y Respeto en los estadios. No son creíbles, menos la Conmebol.

Muchos son los responsabl­es. Dirigentes timoratos, entrenador­es sin ética y jugadores demagogos que incitan para encender las piras y crear un infierno digno de Dante.

¿Y qué sucede con los niños que aman este deporte? ¿Qué sucede con ellos, cuando de la mano de sus astros, salen al campo con un corazón vibrante? Ese mismo crack, suelta esa mano trémula e inocente, para desde el minuto uno, aplicar deslealtad­es y así contentar a los rabiosos del éxito.

Todo es una hipocresía. Todo es una farsa.

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