“Se mandan solas”
¿Cómo entender las declaraciones de José Miguel Insulza acerca de las Fuerzas Armadas? Son tan rotundas que puede que no sean sino una bravuconada políticamente correcta; él, apareciendo convencido de que constatan una obviedad, obteniendo el amén buscado. Es que, dada la ambigüedad de lo que dijo, por qué no pensar que se ha querido exculpar a quienes debieron ejercer supervisión en su momento y no lo hicieron. El contexto importa. En efecto, Insulza sale hablando cuando al excomandante en jefe del Ejército bajo Ricardo Lagos –Cheyre, su designado, nada menos— lo acaban de condenar por encubrimiento de delitos, y varias corruptelas parecieran indicar degeneración sistémica, no meros casos aislados. Es más, el “se mandan solos” de Insulza coincide con la declaración de ex ministros de Defensa claramente a la defensiva. Dar por hecho estas declaraciones, por tanto, puede volverlo a uno en algo más que un ingenuo.
Nunca en Chile los militares han operado a solas. Regímenes cívico-militares datan de la Independencia y, durante el siglo XX, más es lo que sobresalen que lo que escasean, aunque no se admita. Al menos dos veces, presidentes civiles (Alessandri Palma y Allende) incitaron a militares a que se sumaran al gobierno en medio de crisis provocadas por ellos mismos. Ibáñez, exdictador, fue elegido a la presidencia con todas las de la ley. Las dos constituciones que hemos tenido en estos casi cien años son tan creaciones de uniformados como de civiles. Exmilitares han integrado gabinetes desde Juan Antonio Ríos en adelante, sin reclamos. Otro tanto ocurre con el resguardo de urnas cada vez que hay elecciones. Nuestra policía es paramilitar. La transición reciente fue pactada. Se ha llegado a tener que elegir entre dos hijas de generales para presidente. Y, desde luego, Chile es el segundo país con más gasto militar per cápita en Sudamérica.
Razones no es que falten, por tanto, para desconfiar de la manera calculada con que Insulza trata el tema. No vaya ser que sus palabras tengan como intención torcida, además, apelar a esa impotencia generalizada, fatalista, el “así son las cosas, qué le vamos a hacer”, con que la ciudadanía sintoniza automáticamente, y no sólo en Chile. Leo por estos días el lúcido libro de Daniel Innerarity, Política para perplejos (2018), donde plantea que ya nadie manda en ninguna parte, y por eso estaríamos confundidos. Tesis complicada, atendible a primera vista (interconexiones cada vez más complejas hacen que los que presiden instituciones no dispongan de poder real), pero otra cosa es que civiles no estén asumiendo el deber que les corresponde, calamidad que en Chile conocemos demasiado bien.