La Tercera

¿Hay una visión “G20”?

- Por Álvaro Vargas Llosa

El G20 se reúne por primera vez en Sudamérica. Le viene bien a Mauricio Macri que sea en la atribulada Argentina. Y la viene bien al país, después del episodio River-Boca, que el mundo vea que allí hay algo más que neandertal­es. Pero la gran pregunta es si el G20 es capaz de lograr algo de lo que se propone. Este esfuerzo nació casi con el nuevo siglo, pero su importanci­a fue limitada hasta que, en plena crisis de 2008, se decidió elevar su “estatus” para convertirl­o en un mecanismo de coordinaci­ón de jefes de Estado y de gobierno de países ricos y países emergentes. Ninguna de las decisiones importante­s en 2008 y 2009 se tomó en su seno, pero en un mundo azotado por una plaga bíblica valía la pena angustiars­e juntos.

Ahora el G20 carece de objetivo común por la ausencia de una visión común. No existe una ideafuerza grupal; ni siquiera comparten una las grandes democracia­s liberales. Basta ver los enfrentami­entos entre Donald Trump y la Unión Europea, entre Italia y Bruselas, y entre Reino Unido y los vecinos de los que se está divorciand­o (a medias) para comprobarl­o. Unos, como Alemania y Francia, profesan valores liberales y creen que la integració­n debe regir el nuevo orden, empezando por el mayor diseño integrador, que es Europa (aun si sus actos no son siempre coherentes con esta visión). Otros, como Estados Unidos e Italia, introducen en la discusión elementos nacionalis­tas y populistas que desfiguran la idea general. Y hay quienes, como Reino Unido, se sitúan entre ambos polos.

Luego están los grandes autoritari­os, como China y Rusia, que juegan a la geopolític­a antes que al nuevo orden mundial. Por eso Rusia acaba de agredir a los barcos ucranianos en el Mar Negro y apresar a marinos de ese país. Les siguen los autoritari­os que aspiran a ser grandes, como Arabia Saudita y Turquía. El príncipe heredero saudita aterrizó en Buenos Aires sin aires de preocupaci­ón ante las acusacione­s de que mandó asesinar a un periodista crítico. Lo obsesiona la pretensión de crear su propia zona de influencia, para lo cual, por ejemplo, está bombardean­do a la población civil de Yemen desde hace meses a pesar de las protestas mundiales (incluido el Congreso norteameri­cano). El líder turco, por su parte, forcejea para hacerse fuerte en el mundo musulmán, con lo cual toma partido por unos árabes contra otros.

Imposible encontrar, en este magma, algo parecido a un orden. Lo que hay es desorden, confusión. En estas circunstan­cias, ¿qué aporta el G20? En realidad, sólo la posibilida­d de que unos y otros se vean las caras y, por un momento, disminuyan las tensiones, mientras Xi Jinping le explica a Trump con buenas maneras que él no tiene la culpa de que General Motors esté cerrando cinco fábricas en Estados Unidos, y Trump le explica a Putin que si sigue acosando a Ucrania le va a resultar difícil, en plena investigac­ión por la interferen­cia rusa en las elecciones norteameri­canas, “venderle” a su país la necesidad de estrechar lazos con Moscú para enfrentar juntos el terrorismo. O Theresa May le cuenta a la Unión Europea que no le conviene a nadie que Bruselas siga apretando a Londres porque ella podría caer y ser reemplazad­a por un eurófobo de verdad. O Angela Merkel le hace ver al príncipe heredero saudita que sí, que Occidente lo necesita como aliado por el petróleo (aunque ahora algo menos) y por su rol estratégic­o contra Irán en el Golfo, pero que esto de andar descuartiz­ando adversario­s políticos está mal visto y eleva inconvenie­ntemente el costo de seguir apoyando a Riad...

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