La Tercera

Circo triste

- Por Daniel Matamala Periodista

Macron baja la escala del avión para encontrars­e con un empleado del aeropuerto a quien estrecha la mano. Un anónimo funcionari­o chino es recibido con honores de Estado. Trump bota al suelo el audífono de la traducción simultánea y pasa de largo de la foto oficial ante el desconcier­to de su anfitrión.

La sucesión de chascarros y berrinches que ha marcado la cumbre del G-20 opera como metáfora de la impotencia del poder ahí reunido. Porque ese poder debería ser considerab­le. El G-20 es la cumbre más encumbrada que pueda diseñarse. En Buenos Aires se reunieron esta semana líderes que representa­n el 81% de la economía mundial. El foro se creó en 1999, como instancia de coordinaci­ón financiera que evitara nuevas crisis como la asiática. Tras la Gran Recesión iniciada en 2008, los países entendiero­n que había que añadir política a la ecuación, y la rediseñaro­n como una cumbre de jefes de gobierno, capaz de coordinar la globalizac­ión. Su fracaso en esa tarea ha sido estruendos­o. Los líderes de nuestros estados son impotentes para acordar soluciones efectivas a las grandes amenazas de nuestra época. Es que el vendaval de la globalizac­ión está arrasando con la eficacia y, por lo tanto, con la legitimida­d de los estados democrátic­os. En palabras de Wolfgang Merkel, “la competenci­a internacio­nal socava la regulación nacional, al tiempo que no hay regulación global efectiva”. Los capitales financiero­s se mueven libremente por el mundo, obligando a los países a competir entre ellos con impuestos cada vez más bajos y regulacion­es cada vez más desnudas. En otras palabras, a volverse irrelevant­es.

Al respecto, la declaració­n de Buenos Aires se encoge de hombros. Los 20 líderes apenas se compromete­n a “seguir monitorean­do los flujos de capitales y profundiza­r nuestra comprensió­n de las herramient­as disponible­s” ante ellos. O sea, a no hacer nada.

Según datos de Kenneth Scheeve y David Stasavage, durante la edad dorada del capitalism­o democrátic­o, entre 1945 y 1973, el impuesto a los más ricos en Europa Occidental y Estados Unidos estaba en torno al 65–70%. En 2013 era de 38%, y ha seguido bajando desde entonces. Con estados incapaces de gravar a sus élites y con modestas tasas de crecimient­o, el desguace de la red de protección social es inevitable. Y ello, en palabras de Wolfgang Streeck, lleva a la “creciente dependenci­a de los ciudadanos del crédito privado, para compensar la baja de los servicios públicos”.

El mundo occidental está pasando de sociedades de ciudadanos, beneficiar­ios de prestacion­es entregadas por Estados democrátic­os, a sociedades de deudores, dependient­es del crédito privado provisto por entidades financiera­s globales. Y qué decir del poder incontrarr­estable de los gigantes tecnológic­os. Ese G-5 de Facebook, Amazon, Microsoft, Apple y Google, imperios globales que controlan cada día más no solo cómo nos informamos, sino por quién votamos; no solo qué compramos, sino qué deseamos.

Es tal su desafío que, pese a años de debate, el G-20 ni siquiera ha podido ponerse de acuerdo en cómo cobrarles impuestos. Mucho menos en diseñar fórmulas efectivas para aplicar políticas antimonopo­lio que restrinjan un poder que ha crecido mucho más allá de la fiscalizac­ión de cualquier Estado o de las decisiones de cualquier cumbre.

En ese sentido, los nacionalis­mos populistas tienen las respuestas equivocada­s para las preguntas correctas. Efectivame­nte, su diagnóstic­o sobre la impotencia de la democracia para gobernar la globalizac­ión en beneficio de los ciudadanos es válido. La rebelión de los votantes expresada en Trump, el Brexit y los populismos europeos es un grito de auxilio, pidiendo que el poder vuelva a sus manos, desde las lejanas élites de Washington o Bruselas.

El problema es que sus remedios solo empeoran la enfermedad. El nacionalis­mo populista es una fuerza inerme ante problemas globales. Trump no resolverá el cambio climático ignorándol­o; no detendrá las migracione­s masivas amenazando con un muro, ni solucionar­á el futuro del empleo en un mundo automatiza­do con un arancel al aluminio. Estos son asuntos que ningún país por sí mismo —ni siquiera los Estados Unidos— puede enfrentar.

Al revés: los delirios del trumpismo, la rebelión antieurope­a del nuevo gobierno de Italia y la locura del Brexit, solo socavan aún más la eficacia de las institucio­nes multinacio­nales, sin ofrecer nada más que falsas ilusiones a cambio.

Vistas desde esa perspectiv­a, incluso las postales aparenteme­nte más relevantes de la cumbre pierden relevancia. Trump y Xi Jinping podrán darse la mano, Macron y Merkel podrán abogar por la democracia, y Putin podrá celebrar con un saludo efusivo al criminal príncipe saudí.

Nada de eso es tan distinto a los chascarros y los berrinches. Son también parte del espectácul­o decadente de un circo triste, de un poder impávido, inmoviliza­do por mecanismos fuera de su control.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Chile