La Tercera

¿Es Vizcarra un populista?

- Por Álvaro Vargas Llosa

Los adversario­s del Presidente Martín Vizcarra le gritan: “¡Populista!”. El fujimorism­o y Alan García y sus miñones expresan un deseo, no una convicción. ¿Por qué un deseo? Porque, hace nueves meses, cuando Vizcarra reemplazó al renunciant­e Presidente Pedro Pablo Kuczynski, la mayoría parlamenta­ria, compuesta del fujimorism­o y sus aliados apristas, tenía un poder que le confería control y capacidad intimidato­ria sobre numerosas institucio­nes, e impunidad. Hoy, Vizcarra alcanza una popularida­d sin parangón desde la recuperaci­ón de la democracia, y el fujimorism­o y el Apra, y por extensión el Congreso, encabezan la jerarquía demoniaca del Perú: ser un congresist­a equivale, en el imaginario popular, a ser caco, tunante y charlatán de feria.

Las revelacion­es sobre la co- rrupción de varias institucio­nes, empezando por el sistema jurisdicci­onal, y el papel cómplice de los partidos opositores con los corruptos crearon una situación poco menos que prerrevolu­cionaria o, al menos, prepopulis­ta.

Pero inesperada­mente surgió un esfuerzo por dar un vuelco a la situación desde la propia democracia y dentro de la legalidad vigente. El Presidente Vizcarra, como a veces sucede en política, intuyó su destino. Anunció, en sintonía con la población, ciertas reformas políticas (la no reelección de los congresist­as y una estricta vigilancia del financiami­ento de los partidos, así como sanciones penales para faltas que antes podían ser administra­tivas) y en el campo de la judicatura (como reestructu­rar por completo el organismo que nombra y supervisa a jueces y fiscales). Si estas reformas, independie­ntemente de sus siempre debatibles detalles, hubiesen encontrado en los partidos más vinculados a la corrupción y al funcionami­ento envilecido de las institucio­nes una actitud constructi­va, Vizcarra no habría tenido necesidad alguna de alargar su figura presidenci­al como la ha tenido que alargar.

No hacerlo habría provocado graves consecuenc­ias en un país de por sí conmociona­do por las investigac­iones del capítulo peruano de la “Operación Lava Jato”. Lo que ha hecho Vizcarra asumiendo lo que correspond­e al Poder Ejecutivo (lo otro correspond­e a fiscales y jueces) es lo contrario del populismo, que implica debilitar las institucio­nes democrátic­as para reemplazar­las por una relación directa entre el caudillo y el pueblo basada en decisiones y normas reñidas con la legalidad.

El referéndum que acaba de tener lugar y en el que las reformas propuestas han obtenido un respaldo abrumador, son la reacción de superviven­cia de un sistema democrátic­o al que el fujimorism­o y el Apra estaban asfixiando.

Dicho esto, nunca es bueno que el Poder Ejecutivo tenga tanta popularida­d y el Congreso sea tan odiado. Pero no invirtamos el orden de los factores. No es Vizcarra el que hizo del Congreso lo que es. Más bien, la actuación execrable del Congreso puso a Vizcarra ante la disyuntiva de ser cómplice de un deterioro acelerado del sistema democrátic­o o ejercer el liderazgo que la hora reclamaba y devolver a los ciudadanos la fe en un sistema al que creían desahuciad­o.

Nada de esto garantiza -obviamente­el éxito de las reformas. Lo sabemos bien, pues en 2001, al caer la dictadura de Fujimori, se llevó a cabo un esfuerzo de regeneraci­ón democrátic­a que unos años después fracasó parcialmen­te (no enterament­e, pues de lo contrario no existiría la democracia que hoy permite un nuevo intento).

Vizcarra no es un populista en el sentido al que se refieren sus críticos. Ni siquiera en el aspecto fiscal. A comienzos del año, el déficit equivalía a 3,1% del PIB y hoy es menor (un 2%): el gasto que ha subido es el financiero (por los intereses de la deuda) y no el que suele subir cuando los populistas se dedican a usar dineros públicos para construir clientelas políticas.

Nunca es bueno que el Poder Ejecutivo tenga tanta popularida­d y el Congreso sea tan odiado.

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