¿Es Vizcarra un populista?
Los adversarios del Presidente Martín Vizcarra le gritan: “¡Populista!”. El fujimorismo y Alan García y sus miñones expresan un deseo, no una convicción. ¿Por qué un deseo? Porque, hace nueves meses, cuando Vizcarra reemplazó al renunciante Presidente Pedro Pablo Kuczynski, la mayoría parlamentaria, compuesta del fujimorismo y sus aliados apristas, tenía un poder que le confería control y capacidad intimidatoria sobre numerosas instituciones, e impunidad. Hoy, Vizcarra alcanza una popularidad sin parangón desde la recuperación de la democracia, y el fujimorismo y el Apra, y por extensión el Congreso, encabezan la jerarquía demoniaca del Perú: ser un congresista equivale, en el imaginario popular, a ser caco, tunante y charlatán de feria.
Las revelaciones sobre la co- rrupción de varias instituciones, empezando por el sistema jurisdiccional, y el papel cómplice de los partidos opositores con los corruptos crearon una situación poco menos que prerrevolucionaria o, al menos, prepopulista.
Pero inesperadamente surgió un esfuerzo por dar un vuelco a la situación desde la propia democracia y dentro de la legalidad vigente. El Presidente Vizcarra, como a veces sucede en política, intuyó su destino. Anunció, en sintonía con la población, ciertas reformas políticas (la no reelección de los congresistas y una estricta vigilancia del financiamiento de los partidos, así como sanciones penales para faltas que antes podían ser administrativas) y en el campo de la judicatura (como reestructurar por completo el organismo que nombra y supervisa a jueces y fiscales). Si estas reformas, independientemente de sus siempre debatibles detalles, hubiesen encontrado en los partidos más vinculados a la corrupción y al funcionamiento envilecido de las instituciones una actitud constructiva, Vizcarra no habría tenido necesidad alguna de alargar su figura presidencial como la ha tenido que alargar.
No hacerlo habría provocado graves consecuencias en un país de por sí conmocionado por las investigaciones del capítulo peruano de la “Operación Lava Jato”. Lo que ha hecho Vizcarra asumiendo lo que corresponde al Poder Ejecutivo (lo otro corresponde a fiscales y jueces) es lo contrario del populismo, que implica debilitar las instituciones democráticas para reemplazarlas por una relación directa entre el caudillo y el pueblo basada en decisiones y normas reñidas con la legalidad.
El referéndum que acaba de tener lugar y en el que las reformas propuestas han obtenido un respaldo abrumador, son la reacción de supervivencia de un sistema democrático al que el fujimorismo y el Apra estaban asfixiando.
Dicho esto, nunca es bueno que el Poder Ejecutivo tenga tanta popularidad y el Congreso sea tan odiado. Pero no invirtamos el orden de los factores. No es Vizcarra el que hizo del Congreso lo que es. Más bien, la actuación execrable del Congreso puso a Vizcarra ante la disyuntiva de ser cómplice de un deterioro acelerado del sistema democrático o ejercer el liderazgo que la hora reclamaba y devolver a los ciudadanos la fe en un sistema al que creían desahuciado.
Nada de esto garantiza -obviamenteel éxito de las reformas. Lo sabemos bien, pues en 2001, al caer la dictadura de Fujimori, se llevó a cabo un esfuerzo de regeneración democrática que unos años después fracasó parcialmente (no enteramente, pues de lo contrario no existiría la democracia que hoy permite un nuevo intento).
Vizcarra no es un populista en el sentido al que se refieren sus críticos. Ni siquiera en el aspecto fiscal. A comienzos del año, el déficit equivalía a 3,1% del PIB y hoy es menor (un 2%): el gasto que ha subido es el financiero (por los intereses de la deuda) y no el que suele subir cuando los populistas se dedican a usar dineros públicos para construir clientelas políticas.
Nunca es bueno que el Poder Ejecutivo tenga tanta popularidad y el Congreso sea tan odiado.