Más circo que pan
Permítanme hacer algunas preguntas. ¿Por qué Chile gira de manera tan brusca, abandonando una larga tradición multilateralista en su política exterior? De existir estas buenas y poderosas razones, ¿por qué también dinamita una asentada costumbre de políticas de Estado en materia de relaciones exteriores, no consultando a nadie, al punto de sorprender no sólo a la oposición, sino también a los partidos políticos del oficialismo? ¿Por qué el actual Presidente de la República hace poco tiempo atrás, en la propia sede de Naciones Unidas, alabó las bondades del Pacto y destacó como éste se alineaba con los objetivos de nuestra política pública? ¿Por qué ni siquiera la delegación de parlamentarios que concurrió a Marruecos conocía de esta decisión – ni tampoco el propio embajador- haciéndolos (y haciéndonos) pasar a todos un bochorno de proporciones? ¿Por qué en el contexto de preparación previa y negociación del propio Pacto, no se hicieron ver o ni siquiera se insinuaron algunas de las explicaciones que escuchamos ahora?
Durante los últimos días nuestras autoridades se han ahogado en un mar de confusiones y contradicciones, intentando responder a éstas y otras interrogantes, dando paso a una intuición y sospecha primero, pero quizás ahora ya transformada en una convicción: a saber, que esta decisión se adoptó hace muy poco tiempo; y, para ser precisos, hace no más de 15 días.
En efecto, consciente el gobierno de los positivos dividendos que en las encuestas le reportó el haber abordado y regulado nuestro proceso migratorio, creyó ver ahí una oportunidad para retomar el control de la agenda y quizás así comenzar a superar los cuestionamientos por la crisis institucional de nuestras fuerzas policiales y militares, al mismo tiempo que quizás atenuaba los reproches por el incumplimiento de las expectativas generadas en torno al crecimiento económico.
Y aunque habrá muchos que sigan aplaudiendo esta decisión, creo que el costo a pagar pudiera ser más alto de lo que ellos mismos prevén. Me refiero al costo de terminar integrando un elenco de países dirigidos por personas que más llaman a la vergüenza que a la admiración; al costo de emular a esa bananera práctica de hacer política interna a partir de nuestras relaciones exteriores; al costo de confundir popularidad con populismo, a resultas de una enfermiza obsesión por las encuestas; en fin, y como nos recuerda Kant, al costo de incurrir en la inmoralidad de utilizar a ciertas personas o grupos como un medio y no como un fin en sí mismo.
Y no sé qué es más desolador: si la decisión misma, en su forma y fondo, o que quizás estén en lo correcto sobre la reacción que tendrá la opinión pública.