La Tercera

El sudeste apático

Una autonomía radical garantizad­a por un Estado proveedor de derechos, a lo menos exige institucio­nes que funcionen.

- Pablo Ortúzar Antropólog­o social

Cuando niño tenía un amigo que vivía en la población Iansa en Llanquihue. El conjunto consistía en distintos tipos de casas, la mayoría iguales entre sí. También había algunas más grandes, e intuyo, aunque nunca la vi, que habría por ahí una casa única, superior, ocupada por el mandamás local y su familia. El padre de mi amigo llevaba una década en la empresa, y sabía perfectame­nte los escalafone­s a los que podía aspirar a ascender durante los próximos años, vinculados directamen­te a la ubicación y tipo de casa que irían ocupando con su familia. Supongo que incluso sabía el regalo que le darían al retirarse.

Ya en esa época las empresas de ese estilo eran raras. Hoy resultan casi inverosími­les. Su lógica interna choca directamen­te con la subjetivid­ad contemporá­nea. La perspectiv­a de ir avanzando lentamente a lo largo de una estructura prefijada para alcanzar, sin demasiadas sorpresas, puestos mejores conocidos de memoria y luego retirarse recibiendo una lapicera de oro de pocos quilates, resulta opresiva para el individuo moderno, sus sueños de grandeza adquisitiv­a y su voluntaris­mo inmediatis­ta. En un mundo movido por el deseo insatisfec­ho y las fantasías del capitalism­o titánico, la población Iansa parece una jaula segura que sólo preferiría­n los débiles y los mediocres.

A esto se suma el hecho de que los colectivos humanos han ido perdiendo cada vez más dignidad a los ojos del individuo moderno. Ya no es sólo que casi nadie siente orgullo por la empresa donde trabaja, ni mucho menos la imagina como una “gran familia”, sino que estructura­s que parecían tener una capacidad de interpelac­ión enorme, como la patria, la familia o la comunidad de fe, son tratadas como antigualla­s. La actitud vital progresist­a degrada todo aquello que pueda parecer un lastre para la voluntad soberana del sujeto.

Esta erosión de las formas de vida colectivas me parece que debería ocupar un lugar importante en la reflexión sobre la crisis de las vocaciones y de las institucio­nes que exigen un alto nivel de sacrificio individual y sometimien­to a estructura­s prefijadas, como las militares, policiales y religiosas. Estos sacrificio­s, desde el punto de vista del sujeto que se imagina como pura autonomía de la voluntad, son simplement­e absurdos y hasta masoquista­s.

¿No es lógico que las personas cuya subjetivid­ad se ha forjado bajo estas coordenada­s encuentre extremadam­ente difícil desarrolla­r una vocación dentro de institucio­nes tan exigentes? ¿No terminarán, muchos, por rendirse y buscar atajos para “salvarse” como sujetos y “hacerla”, aún traicionan­do a la institució­n y corrompién­dose?

Quizás los progresist­as nunca lo pensaron, pero un mundo de individuos cuya autonomía radical se encuentra garantizad­a por un Estado proveedor de derechos que reemplaza toda necesidad de vida colectiva, sigue siendo un mundo que depende de que las institucio­nes del Estado, al menos, funcionen. Pero ese mundo es, al mismo tiempo, incapaz de producir la motivación personal necesaria para hacer funcionar esas institucio­nes. Un país que declara el derecho universal a irse al sudeste asiático va dejando de ser un país en la medida en que se acerca al cumplimien­to de su promesa.

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