El mal de ojo, una de las creencias con más adeptos
“Póngale una cintita roja al niño, no lo vayan a ojear”. La creencia viene del campo, pero se extendió por Santiago y se integró a la vida doméstica: la idea de que las guaguas pueden ser víctimas del mal de ojo, o bien ojeadas. Para protegerlos, las madres y abuelas solían (¿suelen?) poner una cinta roja visible en la ropa de los niños, la que funciona como talismán contra las miradas de personas envidiosas o de “sangre pesada”.
Según la encuesta CEP, el 61% de los entrevistados dijo “creer decidida o probablemente” en el mal de ojo, cifra que incluso superó a la creencia en la Virgen (56%).
El mal de ojo es uno de los mitos más conocidos y ancestrales de Chile. Muy arraigado en las zonas rurales, donde existían médicos populares (santiguadoras y rezadoras), se integró al universo mágico religioso de las familias de Santiago.
Benjamín Vicuña Mackenna documentó el mal de ojo y a las santiguadoras en su libro Los médicos de antaño en el reino de Chile. “El daño consiste en el mal deseo de otro que os ha mirado con ojos de aversión, de envidia o celos, o ha propiciado a su víctima la pócima del mal en un cadejo de cabellos, en un alfiler, en una aguja enhebrada, en una sabandija cualquiera”, dice. Y alude al mal de ojo involuntario y al otro, al premeditado, el que las antiguas santiguadoras llamaban “cargar”.
Oreste Plath también estudió el mal de ojo en sus investigaciones sobre folclor criollo. “En Chile se dice ojear y se cree que es el hechizo producido por la mirada de una persona que involuntariamente se halla dotada de esta fatalidad. Se produce con la mirada magnética que le es inherente a ciertas personas y por alabanza”, anotó.
Según recoge el sociólogo Cristian Parker, en su libro Animitas, machis y santiguadoras de Chile, existe una forma infalible de comprobar si un niño está ojeado: se lo santigua con un puñado de azúcar y luego esta se tira a un brasero; si no genera olor a caramelo, no hay duda, el niño está ojeado. ●