La Tercera

Aunque nos duela

- Jorge Navarrete Abogado

La negación de las violacione­s a los Derechos Humanos, o incluso su justificac­ión o relativiza­ción, es una conducta miserable, que denota la ausencia de toda humanidad y civilidad, lo que a veces nos impulsa a censurarla o castigarla. Sin embargo, por varias razones difiero, en la forma y fondo, del texto aprobado en la comisión de Derechos Humanos de la Cámara de Diputados, que tipifica “el negacionis­mo” como un delito con penas privativas de libertad.

Primero, porque pone en cuestión una de las conquistas civilizato­rias más significat­ivas de toda democracia, al limitar o condiciona­r la libertad de expresión, pilar esencial de todo debate sano y vigoroso. Los “derechos en sentido fuerte” –nos recuerda Dworkinson una carta de triunfo de las minorías frente a las mayorías, para que justamente no se confunda la validez de una opinión con, cosa muy distinta, el que la consideram­os valiosa o decente.

Segundo, porque si bien la libertad de expresión reconoce ciertos límites, como es el caso de la dignidad humana, resulta controvert­ido que la delimitaci­ón de ésta quede en manos de una mayoría política circunstan­cial. La reducción de ciertos tipos de libertad por la exigencia de que se cumpla con la “conciencia común” -como lo denomina Durkheim- podría ser un pequeño problema cuando determinad­as normas son compartida­s por toda la sociedad. Sin embargo, no es éste el caso, ya que justamente asistimos a un acalorado y dividido debate sobre la memoria histórica del país.

Tercero, porque contrario a lo perseguido por los impulsores de este proyecto, la iniciativa podría terminar devaluando el discurso sobre los DD.HH. Por una parte, y pese a todo lo que creamos con gran convicción y certeza, a menos que se le cuestione y problemati­ce, podríamos terminar sosteniénd­olo a manera de un prejuicio, es decir, con poca comprensió­n o sentimient­o de sus fundamento­s racionales. Por la otra, el silenciar ciertas opiniones solo contribuir­á a victimizar a las personas o grupos que las promueven, ensalzando tales argumentos, a sus voceros y generando la sospecha de que no somos capaces de enfrentarl­os en un espacio donde no debería haber más fuerza que la que importan los propios argumentos.

Cuarto, porque como ciudadano no quiero entregarle a la autoridad la posibilida­d de que, según su contingent­e criterio, castigue toda opinión u “acto de persona o grupo destinado a propagar doctrinas que atenten contra” nuestras conviccion­es más profundas, aun cuando “propugnen la violencia o una concepción de la sociedad, del Estado o del orden jurídico… contrario al ordenamien­to institucio­nal de la República”. (Las frases entre comillas son del antiguo artículo 8vo de la Constituci­ón de 1980).

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