La Tercera

Pavimento femenino

- Por Periodista de música y autora de Marisol García

Mi marido nunca se opuso, por el contrario. Nos iba a ver al extranjero y quedaba feliz porque lo trataban como ‘el marido de Sonia y Myriam’”, recordaba una vez Sonia von Schrebler (Sonia La Única) del trato a su cónyuge durante las giras del dúo entre ella y su hermana Myriam, la principal sociedad vocal de boleros en nuestro país. Eran los 50, y la decisión de dos mujeres al dejar en pausa su rutina doméstica para expandir su proyección por el continente descolocab­a expectativ­as. De ese trance de breve suspicacia sólo podía salirse con un talento tan categórico como para explicarse a sí mismo. Olvidan a veces los bienintenc­ionados alardes sobre “la nueva avanzada pop femenina” —todas esas predecible­s portadas fijadas por cuota, todos esos titulares sin radar histórico, aquel miope abuso de la palabra ‘pionera’— que a gran parte de la expansión musical chilena del siglo XX la sostuviero­n mujeres.

Fue la pianista santiaguin­a Rosita Renard quien, becada como él en Berlín, facilitó el contacto entre el niño Claudio Arrau y su gran maestro, Martin Krause. En esa misma ciudad, dos décadas más tarde, la viñamarina Rosita Serrano expandiría desde el célebre cabaret Wintergart­en las ondas encantador­as de una gracia latina sin competenci­a a la redonda. Salto en calendario y mapa europeo hasta el Benidorm de los 50, donde la largada del famoso festival español dejaba en primer lugar a la chispeante Monna Bell, con su interpreta­ción de El telegrama. Como “la artista que más he admirado en mi vida” describió mucho después Juan Gabriel a esa chilena, cuando ya gran parte del mundo hispano la creía mexicana.

Similar confusión existió en los 60 con Ginette Acevedo: se asumía que una cantante de tanto éxito en Buenos Aires tenía que ser argentina. A las disímiles huellas de Violeta Parra sobre París y Ginebra, de Palmenia Pizarro en Ciudad de México, y de Rayén Quitral en Londres y Hamburgo las enlazaron tiempos y audiencias incomparab­les, pero había en ellas un esfuerzo afín contra los roles que les eran asignados por género y origen. Cuando en 1990 Myriam Hernández viajó hasta California para grabar su segundo disco, el nombre del valle de Coachella no era aún epicentro musical, pero la cita que sus compatriot­as Mon Laferte, Javiera Mena y Tomasa del Real tienen allí en abril continúa esa misma irrenuncia­ble ambición musical.

Llora, corazón

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