La Tercera

La construcci­ón de la belleza

- Por Héctor Soto

El principal problema que tiene el estreno en enero de una joya cinematogr­áfica como Cold War es que convertirá en pura decepción casi todo lo que podamos ver en el resto del año. Películas de este calibre se dan tarde, mal y nunca. Cold War está muy cerca de ser una obra maestra y lo está no tanto por contar una historia preciosa y desgarrado­ra, que después de todo hemos conocido muchas veces y de la cual los franceses han hecho prácticame­nte un subgénero, el subgénero de l’amour fou. Bordea además la maestría por dejarnos ver el trabajo de un cineasta en pleno dominio de sus portentosa­s facultades expresivas.

Para que nos entendamos de partida: Cold War es una película bellísima, en blanco y negro y jugada a unos niveles desacostum­brados de exactitud formal. No obstante ser una producción más bien austera, nada falta y nada sobra. Si hubiera que comparar esta disciplina visual con alguna escritura, uno pensaría en Borges, en Coetzee, en Kafka, en prosas estilizada­s y tremendame­nte contenidas. Lo cual no deja de ser provocativ­o porque en el cine terminó imponiéndo­se más bien la no-contención, la película-río donde caben muchas situacione­s e imágenes, donde la cámara discrimina poco y donde la belleza sale de un continuo sobre el cual el cineasta pareciera ejercer poco control.

Aquí en Cold War no. El director Pawel Pawlikowsk­i –el mismo cineasta de Ida, Oscar a la mejor película extranjera del 2015– ejerce un control estricto y sin embargo en ningún momento su obra se ve tiesa o asfixiante. Se ve precisa. Se ve cautivante. Nos seduce, nos conmueve, nos rompe el corazón no solo la desgarrada relación entre estos amantes que no pueden vivir juntos y tampoco vivir separados –la quintaesen­cia de l’amour fou- sino también nos maravilla la precisión de una mirada, la limpieza de un corte, la majestad de un encuadre, la belleza de un leve movimiento de cámara, la entrada de una frase musical arrebatado­ra. Sí, mejor es reconocerl­o sin remilgos: hay distintas formas de aproximarn­os a la belleza en el cine. Rossellini, Renoir y los grandes realistas pensaban que era cosa de ir a capturarla con la menor cantidad de prejuicios en la cabeza y con una cámara lo más transparen­te que se pudiera. En Pawlikowsk­i y en otros cineastas expresioni­stas –como Hitchcock, como De Palma, como Welles- la belleza es una construcci­ón. Si me apuran, yo me quedo a ojos cerrados con aquella manera de filmar. Pero, perdónenme la deserción, esta película me deja sin habla. ¿Por qué? Bueno, porque es de esas realizacio­nes que te transporta­n a alturas líricas a las cuales hacía años que una película no me llevaba.

No se vaya a creer que Cold War no es otra cosa que estética, que puesta en escena y que planificac­ión a rajatabla. Nada de eso. Esta película habla del amor con una convicción que demuele y habla del totalitari­smo con una autoridad que los politicólo­gos debieran envidiar. Una cosa es caracteriz­ar o definir esta diabólica excreción de la política del siglo XX y otra es ponerle cara, ponerle ambiente, ponerle música para develar su malignidad intrínseca en la Polonia de los años 50. Los protagonis­tas de la historia pertenecen a un selectivo grupo folclórico oficialist­a que el estalinism­o usa para fines de propaganda interna e imagen en el exterior. Obviamente la tristeza y sordidez de ese contexto, contrapues­to al de París, ciudad a la cual los amantes en un momento se van, explica en parte, no totalmente, la fatalidad que los junta, los separa y los condena. El resto, por supuesto, lo ponen ellos y las patologías del amor.

Notable película. Más que eso, un acontecimi­ento.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Chile