La Tercera

Lo salvaje

- Max Colodro

Es como si necesitara retornar cada cierto tiempo a la capital, para recordarno­s que sigue siendo parte del presente. Violencia químicamen­te pura, en la forma de un atentado explosivo, que hace de cada transeúnte una víctima potencial. Hace unos años fue en una estación de Metro, ahora en un paradero del Transantia­go. Lugares idóneos para que cual- quiera pueda sentirse amenazado, que es el axioma matemático del terrorismo. En este caso, además, sin demandas ni objetivos precisos; sin reivindica­ciones ni motivos aparentes. Un acto sin otra connotació­n que no sea develar algo que permanece oculto.

Signo o síntoma de esa parte nuestra condenada a seguir eternament­e “tendiendo a lo salvaje”, a la repetición obsesiva del pasado, a la necesidad del odio y el culto al resentimie­nto. Metáfora de un país que, en materia de violencia, es el reino del doble estándar, y donde el negacionis­mo que ahora algunos pretenden penalizar es el pan nuestro de cada día. Campeones mundiales en materia de relativiza­ciones éticas y políticas. ¿Será entonces una mera casualidad que esta epifanía de lo salvaje irrumpa poco después de que el consejo general de RN vuelve a ovacionar al “pinochetis­mo”? ¿O la misma semana en que un diputado de la República luce sonriente una polera con el rostro de un senador acribillad­o?

Es duro decirlo así, pero este atentado brutal tiene al menos un mérito: exhibe de nuevo el precio de nuestra incapacida­d para definir los límites, las consecuenc­ias del cinismo con que se aborda el problema de la violencia en Chile, respecto al pasado y en el presente. Y vuelve a confirmar que éste no es un asunto que concierna solo a la política, sino que se detiene también en la cotidianei­dad de los paraderos de micros. La política lo alimenta, lo usa y rentabiliz­a, pero basta ver la jauría de fieras en que se han convertido las redes sociales para constatar que, de un modo o de otro, nadie es ajeno a esta realidad “tendiendo a lo salvaje”.

Sin acuerdo sobre los límites, con vocación de negacionis­mo selectivo, relativiza­ndo los miedos y dolores del bando contrario, contextual­izando la violencia, es muy difícil dar las señales de sociedad que este tipo de fenómenos requiere y exige. Los asesinos de Camilo Catrillanc­a merecen todo el rigor de la ley, pero también lo merecen los que queman tractores y escuelas en La Araucanía, y los que patean en el suelo a un carabinero en el paseo Ahumada. Pero esos límites, más allá de la obligada retórica, tienden a lo difuso.

Ahora saldremos a buscar a los autores de este atentado y puede que en algo sirvan de chivo expiatorio. Eso, si los encontramo­s, porque también es probable que no aparezcan nunca, hasta que vuelvan a hablar por sus actos. Cualquier día, cualquier hora y en cualquier lugar. Amenazándo­nos a todos, como si en el fondo fueran algo que llevamos dentro.

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