Responsabilidad política
Tomando la pequeña distancia respecto de los hechos de la vida cotidiana que permiten algunas semanas de vacaciones, resulta más fácil percibir fenómenos de más largo aliento que están caracterizando a nuestra sociedad. Pareciera que uno de ellos es la falta de responsabilidad con que se están acostumbrando a actuar y hablar muchas personas que poseen cargos de responsabilidad política o social. Los ejemplos sobre el particular son abundantes y van desde las posturas decididamente obstruccionistas en el Congreso que han adoptado de modo permanente ciertos grupos y actores políticos, hasta el apresurado apoyo público que recientemente brindó una ministra a una artista por un supuesto intento de acoso que esta última reclama que habría cometido en su contra un alcalde en el transcurso de una actividad comunal.
La cuestión de fondo es que los cargos públicos obligan a quienes los detentan a una redoblada responsabilidad en sus conductas y decires. Pesa sobre ellos no solo el deber moral de actuar correctamente, como cabe a toda persona en el ejercicio de su libertad, sino que también tienen el imperativo ético de conducirse siempre en vista al bien común para cuya consecución han sido investidos y, mínimamente, en orden a dar buen ejemplo a la sociedad. Como es obvio, estas exigencias son especialmente onerosas para quienes detentan posiciones de alto poder o influencia política. Precisamente, lo que se espera de una auténtica autoridad es que sus acciones sean manifestaciones concretas de sabiduría práctica encaminadas al bien común. En tal sentido, la prudencia y la justicia son las disposiciones que deberían animar siempre sus decisiones, acciones y expresiones. La primera para determinar qué es lo mejor (mayor bien) que es posible alcanzar en una circunstancia específica ya sea con la conducta o con la palabra. La segunda para poder jerarquizar los deberes y derechos que se encuentran en juego en la misma y la forma más adecuada para armonizarlos y hacerlos valer. Precisamente, aquello que con demasiada frecuencia está brillando por su ausencia al momento de analizar, por ejemplo, la contingencia política nacional. Se aprecia con habitualidad más preocupación y afán por defender posiciones e intereses personales o particulares que contribuir al bien común de la sociedad, más valoración al “darse gustos” que a la decisión racional objetiva, mayor aprecio por dañar a quien se considera adversario que auténtica entrega para la construcción de alternativas de desarrollo conjunto, demasiado oportunismo por alcanzar triunfos pequeños y poca generosidad para renunciar a ellos con el propósito de encaminar iniciativas de beneficio colectivo, abundancia de ideologización y escasez de auténtico realismo.
En esto es imprescindible mejorar a tiempo. Y no esperar una grave crisis nacional para (volver a) aprender. La historia de Chile es elocuente maestra en la materia.