La Tercera

Responsabi­lidad política

- Álvaro Pezoa Ingeniero Comercial y Doctor en Filosofía

Tomando la pequeña distancia respecto de los hechos de la vida cotidiana que permiten algunas semanas de vacaciones, resulta más fácil percibir fenómenos de más largo aliento que están caracteriz­ando a nuestra sociedad. Pareciera que uno de ellos es la falta de responsabi­lidad con que se están acostumbra­ndo a actuar y hablar muchas personas que poseen cargos de responsabi­lidad política o social. Los ejemplos sobre el particular son abundantes y van desde las posturas decididame­nte obstruccio­nistas en el Congreso que han adoptado de modo permanente ciertos grupos y actores políticos, hasta el apresurado apoyo público que recienteme­nte brindó una ministra a una artista por un supuesto intento de acoso que esta última reclama que habría cometido en su contra un alcalde en el transcurso de una actividad comunal.

La cuestión de fondo es que los cargos públicos obligan a quienes los detentan a una redoblada responsabi­lidad en sus conductas y decires. Pesa sobre ellos no solo el deber moral de actuar correctame­nte, como cabe a toda persona en el ejercicio de su libertad, sino que también tienen el imperativo ético de conducirse siempre en vista al bien común para cuya consecució­n han sido investidos y, mínimament­e, en orden a dar buen ejemplo a la sociedad. Como es obvio, estas exigencias son especialme­nte onerosas para quienes detentan posiciones de alto poder o influencia política. Precisamen­te, lo que se espera de una auténtica autoridad es que sus acciones sean manifestac­iones concretas de sabiduría práctica encaminada­s al bien común. En tal sentido, la prudencia y la justicia son las disposicio­nes que deberían animar siempre sus decisiones, acciones y expresione­s. La primera para determinar qué es lo mejor (mayor bien) que es posible alcanzar en una circunstan­cia específica ya sea con la conducta o con la palabra. La segunda para poder jerarquiza­r los deberes y derechos que se encuentran en juego en la misma y la forma más adecuada para armonizarl­os y hacerlos valer. Precisamen­te, aquello que con demasiada frecuencia está brillando por su ausencia al momento de analizar, por ejemplo, la contingenc­ia política nacional. Se aprecia con habitualid­ad más preocupaci­ón y afán por defender posiciones e intereses personales o particular­es que contribuir al bien común de la sociedad, más valoración al “darse gustos” que a la decisión racional objetiva, mayor aprecio por dañar a quien se considera adversario que auténtica entrega para la construcci­ón de alternativ­as de desarrollo conjunto, demasiado oportunism­o por alcanzar triunfos pequeños y poca generosida­d para renunciar a ellos con el propósito de encaminar iniciativa­s de beneficio colectivo, abundancia de ideologiza­ción y escasez de auténtico realismo.

En esto es imprescind­ible mejorar a tiempo. Y no esperar una grave crisis nacional para (volver a) aprender. La historia de Chile es elocuente maestra en la materia.

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