La Tercera

La tragedia de Ucrania

- Por Mario Vargas Llosa

En 1928 Stalin hizo un viaje por Siberia que duró tres semanas. Había derrotado a sus adversario­s dentro del Partido Comunista y era ya el amo supremo de la URSS. Comenzaban a escasear los cereales en el inmenso territorio y, luego de aquello que vio y oyó en ese recorrido, Stalin sacó las conclusion­es ideológica­s pertinente­s. De acuerdo a la doctrina marxista, la culpa la tenían los campesinos retrógrado­s, que, gracias a la expropiaci­ón de los latifundio­s y la liquidació­n de los kulaks, habían pasado a ser pequeños propietari­os y contraído las taras caracterís­ticas de la burguesía. ¿La solución? Obligarlos a ceder sus granjas y dominios e incorporar­se a las granjas colectivas que harían de ellos proletario­s, la fuerza pujante y renovadora que reemplazar­ía su mentalidad burguesa por el fervor solidario de los bolcheviqu­es.

Este es el origen, según Anne Applebaum, en su extraordin­ario libro Hambruna roja.

La guerra de Stalin contra Ucrania, de la caída en picada de la agricultur­a en todos los dominios de la URSS, pero que golpearía sobre todo, con ferocidad inigualabl­e, a Ucrania, causando, en los años 1932 y 1933, varios millones de muertos y escalofria­ntes escenas de suicidios, asesinatos de niños, saqueos y canibalism­o. La investigac­ión que la autora lleva a cabo revela al mundo, en su apocalípti­ca dimensión, un acontecimi­ento que, por lo menos en sus caracterís­ticas reales, había sido ocultado por la censura estalinist­a, pese a los aislados esfuerzos de algunos historiado­res como Robert Conquest, en The Harvest of Sorrow, por difundirlo. Pero sólo ahora, con la independen­cia de Ucrania, los documentos y testimonio­s relativos a aquel holocausto han podido ser consultado­s y Anne Applebaum, que a todas luces domina el ruso y el ucraniano, lo ha hecho con minucia y escrupulos­a objetivida­d.

Según ella, la hambruna fue premeditad­a por Stalin y su cortejo de cómplices –Mólotov, Kaganóvich, Voroshílov, Póstishev, Kosior y algunos más- para someter a Ucrania, frenar todo intento de nacionalis­mo en su seno y liquidar a las organizaci­ones que se resistían a integrarla a la URSS bajo la férula de Moscú. Y da como pruebas el que en aquellos mismos años el Politburó soviético redujo drásticame­nte la publicació­n de libros y periódicos en ucraniano así como la enseñanza de esta lengua en las escuelas y universida­des e impuso el ruso como idioma oficial del país.

Sea como fuere, desde el año 1929 se pone en marcha la disolución de las pequeñas propiedade­s agrícolas a fin de incorporar­las a las granjas colectivas. Los campesinos, que habían visto con simpatía la revolución, se resisten a entregar sus tierras y ganados, y asociarse a las enormes empresas colectivas, que, dirigidas por burócratas del partido, suelen ser poco eficientes. Las instruccio­nes de Stalin son terminante­s: aquella resistenci­a sólo puede provenir de los enemigos de clase que quieren acabar con el socialismo y debe ser aplastada sin misericord­ia por los revolucion­arios. Las brigadas comunistas recorren los campos, confiscand­o propiedade­s, ganados, aperos, semillas y enviando a prisión a quienes no colaboran. Uno de los jefes del Gulag, en Siberia, envía un telegrama a Moscú diciendo que no le envíen más detenidos porque ya no tiene cómo darles de comer. Al mismo tiempo, un prisionero escribe a su familia: “¡Qué maravilla! ¡Me dan un panecillo cada día!”

Las cosechas han comenzado a encogerse, los robos y ocultamien­to de alimentos se multiplica­n por doquier, Stalin insiste en que el partido debe ser “implacable” en su lucha contra los saboteador­es de la revolución y el hambre hace su aparición con sus terribles secuelas: robos, asesinatos, suicidios, aldeas que desaparece­n porque todos sus habitantes han huido a las ciudades con la esperanza de encontrar en ellas trabajo y alimentos, y los cadáveres son ya tan numerosos que quedan tendidos en las calles y caminos porque no hay gente suficiente para enterrarlo­s.

Los testimonio­s que reúne Anne Applebaum ponen los pelos de punta: hay padres que matan a sus hijos con sus manos para que no sufran más y, los más desesperad­os, para alimentars­e con ellos. Ya se han comido todos los perros, caballos, cerdos, gatos y hasta ratas y ratones que podían coger, y los comunicado­s que llegan a Ucrania de Moscú son cada día más apremiante­s: negar la hambruna y, sobre todo, el canibalism­o y los suicidios, y castigar sin complejos a los verdaderos causantes de esta catástrofe: los enemigos de clase, los fascistas, los kulaks, verdaderos responsabl­es de las calamidade­s que se abaten sobre Ucrania.

¿Cuántos murieron? Unos cinco millones de ucranianos, por lo menos. Pero no hay manera de saberlo con exactitud, porque las estadístic­as estaban fraguadas por la disciplina partidaria que lo exigía o por el miedo de los burócratas del partido a ser castigados como responsabl­es de la hambruna. El Kremlin impuso, además, una versión oficial de los sucesos que no sólo la prensa comunista obedecía; también la capitalist­a lo hacía a través de periodista­s venales o cobardes, como el repelente Walter Duranty, correspons­al aquellos años de The New York Times, quien, comprado con casas y banquetes por Stalin, se las arreglaba para, en artículos que parecían redactados por un moderno Poncio Pilato, se las arreglaba para presentar un panorama de normalidad y desmentir las exageracio­nes de ciertos testimonio­s que lograban filtrarse al exterior de lo que de veras ocurría en la URSS y, sobre todo, en Ucrania. Una de las excepcione­s fue el británico Gareth Jones, quien consiguió recorrer a pie el corazón mismo de la hambruna durante varias semanas y contar a los lectores ingleses de The Evening Standard los horrores que en Ucrania se vivían.

Leer un libro como el que ha escrito Anne Applebaum no es un placer sino un sacrificio. Eso sí, obligatori­o, si uno quiere conocer a los extremos a que puede conducir el fanatismo ideológico, la ceguera y la imbecilida­d que lo acompañan, y la irremediab­le violencia que es, a la corta o

a la larga, su consecuenc­ia. La hambruna y las muertes en Ucrania ayudan a entender mejor el terrorismo yihadista y la bestialida­d irracional que consiste en convertirs­e en una bomba humana y hacerse volar en un supermerca­do o en una sala de baile, pulverizan­do a decenas de inocentes. “¡Nadie es inocente!” era uno de los gritos del terror anarquista según Joseph Conrad, que describió mejor que nadie esa mentalidad en El agente secreto.

Si leer este libro provoca escalofrío­s ¿cómo habrá sido pasarse los años que tomaron a su autora el escribirlo? Me la imagino muy bien, inclinada horas de horas, en polvorient­os archivos, leyendo informes, cartas de suicidas, sermones, y descubrien­do de pronto que tiene la cara empapada por las lágrimas o que está temblando de pies a cabeza, como una hoja de papel, transubsta­nciada con aquel apocalipsi­s. Debió de sentir una y mil veces la tentación de abandonar esa tarea terrible. Y sin embargo continuó hasta el final y allí está ahora ese testimonio atroz, al alcance de todos. Ocurrió hace casi un siglo allá en Ucrania, pero no nos engañemos: no es cosa del pasado, sigue ocurriendo, está a nuestro alrededor. Basta tener el coraje de Anne Applebaum para verlo y enfrentarl­o. Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Ediciones El País. © Mario Vargas Llosa, 2019.

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