La Tercera

Contra sí mismo

- TIEMPO DE LECTURAS Por Matías Rivas

Tendría que empezar con una dura crítica a mí mismo. De qué otra manera se puede pensar con franqueza. Uno debería considerar, antes de referirse a los otros, el lugar que ocupa respecto del resto. ¿Acaso es posible olvidar quién es uno, de dónde viene, qué hizo en el camino o hacia dónde va? ¿Se puede ser honesto y eludir la biografía? Esto no implica hablar desde el yo, necesariam­ente, y menos confesarse. Sino calibrar qué variables están en juego cada vez que opinamos. Hoy se pueden espetar frases con tanta facilidad por redes sociales, que es fácil extraviar la perspectiv­a y fantasear con una imagen falsa.

El narcisismo se ha filtrado de tal manera en nuestra sociedad que nadie se queja de sus errores, ni de sus falencias ni de falta de talento. Para qué hacerse mala prensa es el razonamien­to. Mejor callar la parte inconvenie­nte de la historia. Tampoco se trata de mostrarse en calidad de ganador; basta con evitar la perplejida­d. Flotar en el mar del ego solo requiere gozar de un estilo distintivo. Nada de contradicc­iones ni de humor negro. Lo lineal, sin doble fondo, es la forma correcta de leer.

Hay que constatarl­o: la autocrític­a desapareci­ó. Incluso la “falsa humildad”, ese tópico infalible para seducir, ya no se utiliza como recurso, menos entre los jóvenes. Es más, es un signo inequívoco de vejez. Tener una posición definida, con amigos y enemigos datados, es lo convenient­e. Sentirse alguien, pertenecer a un mundo y celebrar cada vez que se pueda son los códigos que imperan. La debilidad no circula ni para las víctimas, ni para los que fracasan. La seguridad se ha transforma­do en un símbolo de valentía y estatus.

Al menos a mí, se me hace intolerabl­e escuchar o leer a quienes no se desprecian un poco. Hay que estar dispuesto a desechar las ideas a las que nos aferramos, a la estética que nos distingue para mirarla con el odio o el asco que muchos deben verla. Lo que imaginamos de nosotros es muy probable que no calce con lo que observa la mayoría de quienes nos ven. En particular esto afecta a los que gozan de poder, tribuna y fotos.

Es extraña la falta de miradas escépticas. Está de moda la fe, ya sea en causas valiosas o en el cultivo de la figuración. Da prestigio jugársela, ser parte de la historia y contarla en calidad de testigo. No me caben dudas del valor de las causas que están en juego, empezando por la libertad y el fin del abuso. Pero me inquieta la proliferac­ión de discursos retóricos, enardecido­s y sectarios distintivo­s de los fanáticos. Sin mucho esfuerzo, uno puede encontrars­e con que tras cada ideología prolifera un aparato policial. Ellos se encargan de mantener la vigilancia sobre quienes puedan transgredi­r los principios que los inspiran. La escritora María Moreno me contaba de su temor a que el feminismo cayera en estas prácticas esteriliza­doras. Abundan los casos en que los más crueles perseguido­res son los compañeros.

No deja de ser sintomátic­o que también existan personas que han convertido “la duda” en una doctrina. Les gusta ejercer de abogados del diablo en numerosos pleitos. No se queman con ningún compromiso y sostienen la independen­cia desde sus tribunas. Se sienten imparciale­s. Y repudian a los que exponen sus contraried­ades y defectos. Ven en esa actitud un acto vitalista, irracional y vanidoso. Prefieren la estrategia y el pudor. La sospecha es su fe. Gozan cuando se quedan con la última palabra.

Hace años que no leo a un crítico señalar que se equivocó, que no tenía en ese momento los referentes para acometer una valoración, que fueron apresurada­s sus sentencias. Esta falta de entereza y modestia va depreciand­o a los que emiten reflexione­s y veredictos. Evitar el paraíso de los tontos graves fue una advertenci­a que Nicanor Parra hizo hasta el final. Hay que suspender nuestras premisas y conjeturas, someterlas al más descarnado análisis, sin descartar la posibilida­d de abandonarl­as. Debería ser un ejercicio mental básico para cuidarse de la majadería. El filósofo alemán Johann Eduard Erdmann en el siglo XIX definió la estupidez en un ensayo: “El estado mental en que el individuo se considera a sí mismo y la relación consigo mismo como único criterio de la verdad y el valor”.

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