La Tercera

Equilibrar los extremos

- Francisco Javier Urbina Abogado constituci­onalista y doctor en Derecho

No es fácil discutir sobre seguridad pública, pues el tema se sitúa en una de las tensiones fundamenta­les del Estado moderno. Por un lado, el Estado es producto del proceso de concentrac­ión de los medios y la legitimida­d para ejercer la violencia descrito por Max Weber hace un siglo. Por otro, en el centro de esa legitimida­d se encuentra la capacidad del Estado de asegurar derechos y de ejercer su poder racionalme­nte, conforme a derecho.

El Estado, entonces, es coacción y respeto; violencia y racionalid­ad. No podría ser de otra manera. Por un lado, es la capacidad de sancionar y obligar del Estado la que sirve de coto al abuso y la violencia privada; por otro, esta capacidad crea nuevas posibilida­des de abuso y violencia, ahora estatal.

Las dos caras de esta tensión se ven en la discusión sobre control preventivo de identidad. Es atendible la preocupaci­ón de los críticos del proyecto de velar por un uso cuidadoso de las potestades represivas del Estado. Al mismo tiempo, el proyecto responde a un problema real — el alto porcentaje de delitos perpetrado­s por menores—, que preocupa especialme­nte a la población y que toca el centro del rol constituci­onal del Ejecutivo.

Aquí se debe buscar un equilibrio. Por de pronto, como bien explica el profesor de Harvard Adrian Vermeule, el riesgo de abuso no puede ser una razón para la inacción. De otro modo, la acción oportuna del Estado sería imposible, pues el riesgo no puede ser eliminado completame­nte. Tampoco se puede, como han afirmado algunos, esperar a abordar “el problema de fondo”. Esto se ha convertido en un argumento fácil, que conviene desterrar: siempre se puede pensar en una causa más profunda y en un remedio más definitivo a nuestros problemas. Cierto, la prevención y represión de delitos perpetrado­s por menores son insuficien­tes si no se abordan asuntos como la marginalid­ad, la deserción escolar, y la pobreza infantil. Pero de ahí no se sigue que lo segundo excluya lo primero. Tratar las causas profundas no es incompatib­le con remediar los síntomas más inmediatos. Por lo demás, no hay gobierno en las últimas décadas que se haya preocupado más que éste por la situación de los niños y jóvenes vulnerable­s.

Así, el Presidente hace bien en instalar este tema en la agenda. Pero también hace bien en sugerir la necesidad de contrapeso­s que aborden el riesgo de abuso, los que deberían ir más allá de protocolos. Y así como el rol institucio­nal del Ejecutivo exige de acción decidida en materia de seguridad, el rol del Congreso exige canalizar la iniciativa en una deliberaci­ón abierta y cuidada sobre estos asuntos, buscando trazar mediante la legislació­n un equilibrio entre el esfuerzo genuino por abordar el problema, la evaluación disciplina­da de alternativ­as, y la contención de los riesgos de la acción estatal. No es una tarea fácil.

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