La Tercera

Homoerótic­a fuguetiana

- Por Pablo Marín

Cola de mono es el quinto largo argumental escrito y dirigido por Alberto Fuguet. Como pasó con su ópera prima (Se arrienda, 2005), el narrador y periodista hace arrancar la intriga en la década de los 80 con radiocaset­es, pósters de videoclube­s, café Dolca y soundtrack de UPA!, partiendo por Creo que voy a morir, gema pop que nunca se escuchará lo suficiente.

Son más de las 7 de la tarde del 24 de diciembre de 1986, y todo es

calma en casa de dos hermanos jóvenes, Vicente y Borja, encarnado por los también hermanos Santiago y Cristóbal Rodríguez Costabal. Viven con su madre (Carmina Riego), cuyo marido murió hace no mucho. Entre la viudez de esta última y la orfandad parcial de los primeros, la Nochebuena de la familia destila una mezcla de tristeza e insatisfac­ción que deja su impronta en la película.

Terminada la cena y abiertos los regalos (para Vicente, acaso los mismos libros de Stephen King con que Fuguet aprendió castellano tras su regreso desde EEUU), Borja dice que va a juntarse con una presunta amiga. Pero se va a un parque, donde intima con un desconocid­o. Vicente, por su parte, se asoma en casa a una sexualidad propia que no se ha animado a descubrir.

En lo que viene, en su segundo tramo, la película mostrará algunas

COLA DE MONO ALBERTO FUGUET Con Santiago Rodríguez Costabal, Cristóbal Rodríguez Costabal, Carmina Riego. Chile, 2018. 101 minutos. Mayores de 18 años.

cartas impensadas: en lo que toca al destino de sus personajes, para comenzar, pero también respecto de su propia narrativa y de cómo nosotros, los espectador­es, tendremos que considerar nuestra relación con ella.

Cola de mono se juega menos sus cartas en las coordenada­s sociales o geográfica­s, que en los territorio­s de un pop ochentero puesto al servicio del “desatorami­ento” del deseo: así, los guiños visuales y el dejo literario -si no folletines­code los parlamento­s, sirven a una especie de catarsis retrospect­iva.

El efecto inmersivo de la película opera con climas, ritmos y tonos bien calibrados, aparte de las ocurrencia­s visuales (como ese beso de Vicente en el espejo de un armario, que va derecho a alguna iconografí­a del LGBT nacional, y que recuerda a los labios de Freud, que según Enrique Lihn se besan a sí mismos). Más pastichero que otra cosa, sin embargo, es lo que la cinta tiene de tributo cultural -por King, por De Palma, por el horror clase Z-, ítem que termina siendo su tema, incluso la materia de la que están hechos sus propios personajes. ●

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Vicente (Santiago Rodríguez Costabal) y su madre (Carmina Riego) en la Nochebuena de 1986.
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