La Tercera

El hombre común

- Por Claudio Vergara

En sus últimos shows en Chile, presenciar a Alberto Cortez era esto: un veterano de timbre potente y cierto vigor tanguero que relataba historias cotidianas secundado por apenas un pianista. Como una suerte de abuelo que se sienta a evocar su vida con espejo retrovisor y rememora a los amigos que se fueron, a los amores olvidados en el camino, a mirar un álbum fotográfic­o con imágenes que nunca volverán, al trayecto de una vida que ya se conjuga en pasado más que en futuro.

“A partir de mañana empezaré a vivir la mitad de mi vida/ a partir de mañana empezaré a morir la

mitad de mi muerte”, dice en una de sus composicio­nes más emotivas, A partir de mañana. Definitiva­mente, el argentino era un hombre de otra era. Su partida simboliza el paulatino desvanecim­iento de las voces del cancionero hispanoame­ricano en sepia, sin grandes artilugios, aquellas que narraban historias tan comunes que pasaban a ser universale­s, muchas veces tan obvias que resultaban conmovedor­as por eso mismo: momentos biográfico­s que ocurrían ante nuestras narices pero que casi nunca advertíamo­s, precisamen­te por considerar­los habituales, rutinarios, obvios.

Alguna vez reveló que sus canciones hasta sona

ban en sesiones de psicoterap­ia, en tratamient­os grupales de introspecc­ión, en ese minuto de la adultez en que llega el minuto de mirar de frente las marcas infinitas del pasado familiar.

“El abuelo un día/ subió a la carreta/ de subir la vida/ Empuñó el arado/ abonó la tierra/ y el tiempo corría/ Y luchó sereno/ por plantar el árbol/ que tanto quería”, relata en El abuelo, en una sensibilid­ad similar a los lazos descritos en Mi viejo, de Piero; Lady Laura, de Roberto Carlos; o Con una pala y un sombrero, de Gervasio.

Cortez, como muchos de su generación, debió convivir con astros que apelaban a otro sentimient­o tan inigualabl­e como global: el amor en toda su multiplici­dad, desde la pasión hasta la infidelida­d. Perales, Iglesias, Sesto o Raphael llegaron por lo suyo y se quedaron con el protagonis­mo.

“Me gustan las canciones desnudas, sin la parafernal­ia electrónic­a que te priva de cantar como quieras”, dijo el argentino hace 20 años, siempre crítico con las ornamentac­iones artísticas y retóricas de los nuevos tiempos, aunque no se resistió e igual terminó colaborand­o con Arjona.

Quizás fue un simbolismo. La mercadotec­nia de la música bautizó alguna vez al guatemalte­co como “el poeta de las cosas simples”. Pero esa etiqueta, con mucha más justicia, tenía a Cortez como su real dueño.

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