El hombre común
En sus últimos shows en Chile, presenciar a Alberto Cortez era esto: un veterano de timbre potente y cierto vigor tanguero que relataba historias cotidianas secundado por apenas un pianista. Como una suerte de abuelo que se sienta a evocar su vida con espejo retrovisor y rememora a los amigos que se fueron, a los amores olvidados en el camino, a mirar un álbum fotográfico con imágenes que nunca volverán, al trayecto de una vida que ya se conjuga en pasado más que en futuro.
“A partir de mañana empezaré a vivir la mitad de mi vida/ a partir de mañana empezaré a morir la
mitad de mi muerte”, dice en una de sus composiciones más emotivas, A partir de mañana. Definitivamente, el argentino era un hombre de otra era. Su partida simboliza el paulatino desvanecimiento de las voces del cancionero hispanoamericano en sepia, sin grandes artilugios, aquellas que narraban historias tan comunes que pasaban a ser universales, muchas veces tan obvias que resultaban conmovedoras por eso mismo: momentos biográficos que ocurrían ante nuestras narices pero que casi nunca advertíamos, precisamente por considerarlos habituales, rutinarios, obvios.
Alguna vez reveló que sus canciones hasta sona
ban en sesiones de psicoterapia, en tratamientos grupales de introspección, en ese minuto de la adultez en que llega el minuto de mirar de frente las marcas infinitas del pasado familiar.
“El abuelo un día/ subió a la carreta/ de subir la vida/ Empuñó el arado/ abonó la tierra/ y el tiempo corría/ Y luchó sereno/ por plantar el árbol/ que tanto quería”, relata en El abuelo, en una sensibilidad similar a los lazos descritos en Mi viejo, de Piero; Lady Laura, de Roberto Carlos; o Con una pala y un sombrero, de Gervasio.
Cortez, como muchos de su generación, debió convivir con astros que apelaban a otro sentimiento tan inigualable como global: el amor en toda su multiplicidad, desde la pasión hasta la infidelidad. Perales, Iglesias, Sesto o Raphael llegaron por lo suyo y se quedaron con el protagonismo.
“Me gustan las canciones desnudas, sin la parafernalia electrónica que te priva de cantar como quieras”, dijo el argentino hace 20 años, siempre crítico con las ornamentaciones artísticas y retóricas de los nuevos tiempos, aunque no se resistió e igual terminó colaborando con Arjona.
Quizás fue un simbolismo. La mercadotecnia de la música bautizó alguna vez al guatemalteco como “el poeta de las cosas simples”. Pero esa etiqueta, con mucha más justicia, tenía a Cortez como su real dueño.