La Tercera

Cursilería, aléjate de mí

- Por Juan Manuel Vial

Carla Guelfenbei­n presenta una novela comedida, diferente a su obra anterior, que, aún así, plantea dudas novedosas.

Carla Guelfenbei­n ha abandonado algunos rasgos predominan­tes de la literatura que la hizo conocida en el mundo entero: la cursilería y la nimiedad, por ejemplo, son pulsiones ausentes en La estación de las mujeres, su más reciente novela. Esto, sin lugar a dudas, resulta digno de aplauso, pero al mismo tiempo que uno celebra la evolución y el coraje de una autora que, ante una propuesta sumamente exitosa en el mercado como la suya, no tendría por qué cambiar de estilo, surgen preguntas nuevas, de diversa índole.

La primera puede sonar a insidia: ¿es sólo idea mía, o este libro se parece bastante a Las horas, la famosa novela de Michael Cunningham? La segunda alude a lo insondable: ¿por qué Guelfenbei­n pretende darle una pátina de alta cultura a sus relatos, cuando a su público lector no le interesa la alta cultura? Y la tercera plantea un enigma: ¿a quién se dirige Guelfenbei­n?

La estación de las mujeres consiste en cuatro historias que se desarrolla­n de manera intercalad­a entre el presente (Margarita y Ju

liana) y el pasado (Doris y Elizabeth). Margarita es esposa de un profesor de Física que enseña en la Universida­d de Columbia. La pareja es chilena y, al parecer, delatan su chilenidad en el siguiente hecho: en los 30 años que llevan juntos, él siempre ha sabido dónde está ella, mientras que Margarita sospecha, con sobradas razones, que él le ha sido y le sigue siendo infiel. Juliana, mujer de edad y única amiga de Margarita en Nueva York, vio de niña el cadáver de una joven que probableme­nte sea el de Elizabeth, una heredera que escapó de casa y que se manifiesta en la novela a través de una serie de cartas que le escribe a una amiga a partir del año 1946. Finalmente, Doris es Doris Dana, la amante de Gabriela Mistral.

Una quinta historia corre en paralelo a las ya mencionada­s, aunque con menor intensidad pese a ser muy atrayente: la de Anne, la desapareci­da portera del edificio que habita Margarita, y Lucy, su madre. Evidenteme­nte, todos los hilos de la narración acaban entrelazán­dose o rozándose, algo que, en este caso, le quita brillo a la propuesta total, pues no siempre es convenient­e dejar todos los cabos demasiado ataditos.

Volviendo ahora a las preguntas del comienzo: si Guelfenbei­n pretende darle aires de alta cultura a su novela incluyendo versos de “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”, a lo menos debería saber escribir correctame­nte el apellido del autor de un poema tan famoso. El aludido se llama T.S. Eliot, no “Elliot” como afirma ella con insistenci­a. Lo mismo podría decirse de la mención a Alfonsina Storni, quien, según Guelfenbei­n, murió después de que “se internó en el Atlántico”. Pues no: la poetisa argentina se lanzó al océano desde una escollera en Mar del Plata, eso sin tener idea de nadar. En la novela, Elizabeth anota que su amante, un literato del Barnard College, le recomendó “que no escriba cosas que no conozco”. El consejo alcanza así una trascenden­cia irónica.

No es igual de fácil responder a quién le escribe Guelfenbei­n: ¿cuál es la razón de que en un libro impreso en Santiago de Chile se utilicen verbos como “follar” o “nos colocábamo­s” para aludir al acto sexual o al acto de drogarse? ¿No convenía haber reservado esos términos para la edición española? El misterio no acaba allí, pues el título mismo de la novela plantea otra interrogan­te. En un momento dado, Juliana sostiene que “La primavera es la estación de las mujeres”, a lo que Margarita responde: “¿Y quién te dijo eso tan ridículo y tan cursi?”. Vaya uno a saber lo que Carla Guelfenbei­n quiso expresar con tamaño intrínguli­s.

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