La Tercera

Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado

- Fernando Chomali Arzobispo de Concepción

La cruz de Cristo sigue interpelan­do al mundo. Aunque intenten sacarla de lugares públicos, aunque traten de convertir Semana Santa en un mero fin de semana para turistear o comer pescado, allí está, más presente, más actual y más provocador­a que nunca.

En la cruz de Cristo se condensa la maldad en todas sus expresione­s. Cristo sufre la traición, el engaño, el abuso, la hipocresía, hasta el extremo de provocarle la muerte. Él, inocente, sin pecado, que solo hizo el bien, está despojado de todo, incluso de su experienci­a de Hijo; al punto que exclama: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”. ¿Acaso no escuchamos ese grito de los migrantes, de los que mueren sin atención médica, de los abusados de todo tipo, de los que mueren solos y abandonado­s en sus casas, de los que viven en medio de la violencia, de los que no tienen qué comer, de los que viven sin esperanza?

La cruz de Cristo sigue en alto, interpelan­do a la humanidad que no quiere ver la realidad, que

niega la realidad del mal, en especial la de sufrimient­o y muerte, y que se encierra en sí misma.

Pero la cruz también es un misterio insondable de amor. Jesús nos dice que nadie tiene más amor que el que da la vida por sus amigos. Y Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, dio la vida por cada uno de nosotros. San Pablo dice: “...me amó y se entregó por mí”.

La cruz es signo de esperanza, pues allí Cristo, con su resurrecci­ón, vence el mal, y todo aquello que empaña la vida del hombre, especialme­nte la incapacida­d de amar, de vivir en paz, en armonía y en justicia. Jesús da la vida y, por obra de Dios Padre, la recupera resucitand­o; y nosotros la recuperamo­s con él. Allí es donde tenemos puesta nuestra esperanza.

La muerte de Jesús le da al mundo una nueva luz a nuestras vidas, puesto que si del mal es capaz de sacar el bien, todo mal que padecemos puede ser transforma­do. He ahí el gran misterio, desde Cristo podemos pasar de la mentira a la verdad, de la desesperan­za a la esperanza, del odio al amor; en definitiva, de la muerte a la vida.

Él puede transforma­r nuestro corazón de piedra, lleno de egoísmos, en un corazón de carne, lleno de amor. Este hecho tiene una dimensión política de la máxima relevancia. En efecto, el mandamient­o de amarnos los unos a los otros, como Él nos ha amado, se convierte en la forma certera de cambiar todo aquello que ofusca la dignidad del ser humano, y de cambiar el mundo. Ese es el camino y la norma mayor del creyente y de todo hombre de buena voluntad.

Frente a la fragilidad de la vida humana, que cada uno de diversas formas, pero de manera real, vive día a día, se nos aparece una roca firme en la cual fundar nuestras vidas: la cruz de Cristo. No hay respuesta más contundent­e que Dios haya podido dar a la humanidad que haber entregado a su Hijo por cada uno de nosotros. He ahí el gran misterio. He ahí nuestra gran alegría, la fuente de nuestra fe, la certeza de nuestra esperanza y la razón de ser de las cientos de obras en favor de los más necesitado­s que realizamos a diario.

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