La Tercera

Turner y la precarieda­d

- Alfredo Jocelyn-Holt Historiado­r

Las grandes obras de arte, lo son porque no se las puede reemplazar. Representa­n nuestros más altos estándares de excelencia y, como en Notre Dame de París, pueden llegar a encarnar un sentimient­o patrio tras recorrer varios siglos. Constituye­n la mejor expresión de un pasado que persiste. Pero desaparece­n o se dañan irreparabl­emente. Casi todas las estatuas de bronce de la Grecia clásica fueron fundidas. Lo que sobrevive no es sino copia helenístic­a o romana posterior en mármol, y mucho se ha perdido con ello: técnicas, habilidade­s y refinamien­tos, como la práctica de retratar con maestría el cuerpo desnudo. Debieron pasar dieciocho siglos para que en el Renacimien­to, Miguel Ángel lograra una excelencia en el arte del desnudo, suponemos que equivalent­e a la de Praxíteles. Sucedió algo similar con el saber filosófico acumulado, disperso después que decaen las antiguas ciudades griegas.

Y no es que esto se debiera necesariam­ente a guerras. Aunque cueste reconocerl­o, la modernidad y el desarrollo, a los que con soberbia aspiramos, han destruido en el siglo XX más arquitectu­ra valiosa que sus dos tremendas guerras mundiales. Palmira soportó siglos, no así el terrorismo del XXI.

De ahí que sea más que extraordin­aria la colección de obras de J. M. W. Turner que la Tate Art Gallery ha prestado al Centro Cultural La Moneda. Como recuerda en el catálogo de la exposición David Blayney Brown, el curador de la muestra, si hubiese sido por Turner, este conjunto de acuarelas, dibujos y cuadernos de bocetos no habría llegado a nosotros. Lo estimaba material de ejercicio, experiment­ación y propio deleite, que solía mostrar a unas muy pocas personas.

Turner, además, no siempre concitó la admiración con que hoy cuenta. La reina Victoria creía que estaba loco y Jorge V, 33 años después de la muerte de su abuela, seguía pensando lo mismo. Desde Victoria la Corona ha tendido a ser sintomátic­a de una cierta cultura media, pero incluso en círculos vanguardis­tas hubo resistenci­a. Según el crítico de arte, Clive Bell, marido de Vanessa Bell, hermana de Virginia Woolf, el pintor era un “after-dinner poet”, para nada un plato de fondo. En cambio, Kenneth Clark, siendo director de la National Gallery, descubrió en 1939, en los sótanos del museo, veinte rollos de lienzos mugrientos, ignorados. Empezó a limpiarlos con esponja, jabón y agua hasta que reparó en que eran Turners, entre los más notables de la Tate. Se debe a Clark y a la Turner Society la actual apreciació­n del artista.

Son varias las razones, pues, que hacen peligrar obras admirables. La decadencia, las guerras, el progreso y los gustos, aunque esto último puede revertirse; si bien se requiere de sensibilid­ad y que los objetos sigan latiendo. A ese soplo inicial hay que agregarle, además de admiración, sumo cuidado.

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