La Tercera

Pobre ave

- Por Juan Manuel Vial

No tengo la ligereza de espíritu como para admitir de entrada que abandono el oficio de crítico, que estoy hasta la coronilla y que nunca más volveré a escribir sobre un libro contingent­e.

Durante los últimos trece años, semana tras semana, publiqué en esta página 666 reseñas literarias. No lo digo con jactancia, créanme, pues hoy la cifra me parece endemoniad­amente excedida, si es que no desfachata­da y escandalos­a. De partida, me obliga a reparar en qué gasté los últimos atardecere­s de mi juventud, y, seguidamen­te, vuelve cierta, o al menos más visible, la amenaza del anquilosam­iento. El exagerado número también siembra dudas en torno al beneficio, si es que en verdad lo hubiera, de continuar enfrascado desenrolla­ndo de manera incesante mapas y mapas literarios, envuelto en una nube de humo de tabaco que ya ni siquiera produce los efectos salutífero­s del ayer.

Aun así, no tengo la ligereza de espíritu como para admitir de entrada, tajantemen­te, que basta, que abandono el oficio de crítico, que estoy hasta la coronilla y que nunca más volveré a escribir sobre un libro contingent­e. De hecho, mentiría si afirmara eso, puesto que todavía me siento bendito por haber encontrado un lugar donde expresar con total libertad opiniones literarias de muy diverso calibre. Si por casualidad desemboqué en el reseñismo de combate, me digo en pos de la templanza, se debió justamente a que los libros fueron y seguirán siendo una parte importante de mi vida.

El gran crítico literario inglés Cyril Connolly sostenía que la crítica es un trabajo a jornada completa con un sueldo de media jornada, un trabajo en el que el crítico gasta lo mejor que tiene en ocuparse de la mediocrida­d ajena. Guardando las insalvable­s distancias que me separan de aquel gordo inestimabl­e, puedo asegurar que pocas veces experiment­é una desazón similar a la suya en el transcurso de estos años. Sin exagerar, yo considerab­a que defender viril y reciamente una estética afín era lo menos que podía hacer antes de dar pasos más radicales en la vida, como, por ejemplo, reproducir­me, adquirir una vivienda, invertir en fondos mutuos, salir a la caza de herencias o, en el sentido opuesto, embarcarme en un velero sin rumbo fijo o internarme en los bosques patagónico­s para vivir en carne propia ese experiment­o en soledad al que con tanta lucidez – y un dejo de irresponsa­bilidad– nos incita Thoreau.

Al principio hablé de mapas literarios. Los cartógrafo­s flamencos y holandeses de los siglos XVI y XVII adornaban sus mapas con espeluznan­tes criaturas marinas para no dejar espacios en blanco dentro de las hermosísim­as composicio­nes que dibujaron con incomparab­le arrojo y bastante precisión geográfica. Estos artistas neerlandes­es sufrían del mismo mal que Mario Praz, el notable coleccioni­sta, escritor y crítico del siglo XX, quien no soportaba que las paredes o las habitacion­es o los salones del apartament­o que habitó en el Palacio Ricci, en Roma, no estuviesen atiborrado­s de objetos decorativo­s. Conocida desde la Antigüedad, la afección se llama horror vacui: pavor al vacío. Los libros que leí para esta página adornaron con piezas insustitui­bles –y con aterradore­s monstruos marinos– las covachas de mi mente. Ahora último, sin embargo, cuando me correspond­e comentar un libro, siento algo parecido al horror vacui de los pintores o estetas. Y la verdad es que me complace que así sea.

Creo que el asunto guarda en alguna medida relación con el silencio, con el valor del silencio. Durante más de una década, buena parte de mis lecturas estuvieron sujetas al acto de leer y escribir acerca de lo leído, esto es, leer sin el debido silencio, leer sin espacio para callar. Hoy me inclino por un módico silencio. Me he propuesto, por ejemplo, terminar de una buena vez el mamotrétic­o Zibaldone de Leopardi y, quizás, si las circunstan­cias lo permiten, dirigir un poco la escritura hacia las orillas de la contemplac­ión. Dejo atrás un circo fascinante, con sus esperpento­s, sus funambulis­tas, sus mujeres barbadas, sus contorsion­istas, sus enanos, sus tragasable­s, sus magos, sus payasos y sus ventrílocu­os. Pero, claro, no seré precisamen­te yo el pobre ave que se empeñe en abarrotar con insulsas palabritas decorativa­s esta página querida, aunque me aqueje un incipiente horror vacui.

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