La Tercera

El inicio del tercer gobierno de Piñera

El tercer gobierno que irrumpió en La Moneda

- Por María José Ahumada

El Presidente Sebastián Piñera escribió el discurso a mano. Se ocupó de su redacción durante la mañana del domingo 17 de noviembre, aún en su residencia en Las Condes. Ese día, a casi un mes de entrar en la peor crisis social desde el regreso a la democracia, le hablaría por décima vez a la ciudadanía. Esta vez, eso sí, había buenas razones: un par de días antes, en la madrugada del viernes 15, 10 partidos políticos y el diputado Gabriel Boric -a modo personal- firmaron el “Acuerdo por la paz social y una nueva Constituci­ón”. Un logro impensado para muchos.

No era un discurso cualquiera.

El Mandatario, después de repasar varias veces las palabras que había escrito, se trasladó hasta La Moneda y permaneció prácticame­nte todo el día en su oficina. Citó también a su equipo de asesores. Les pidió que transcribi­eran el discurso y que lo imprimiera­n. Cuando el reloj apuntaba las tres, el Presidente Piñera cruzó al ala nororiente de La Moneda y llegó hasta la oficina de la primera dama, Cecilia Morel, que ya había llegado a Palacio. Entonces le entregó el discurso impreso y le pidió que le hiciera todas las correccion­es que estimara pertinente­s.

Su alocución comenzó a las 21.25 y duró exactament­e 17 mi

nutos y 10 segundos. Incluyó frases como el “temor que afecta a tantas familias de no saber si van a poder llegar a fin de mes” y conceptos como la “fragilidad” a la que está expuesta la clase media, que fueron agregados por Cecilia Morel. Ella misma quiso abrazar al Presidente luego de que terminara el discurso, dando cuenta de que en estos días, ambos han trabajado estrechame­nte en la búsqueda de soluciones. Morel, cuentan en La Moneda, se ha convertido en un apoyo tanto emocional como político para el Mandatario. “Aquí todos tenemos que cambiar”, se le escucha decir a la primera dama, al tiempo que se reúne con organizaci­ones sociales, con exministro­s. Prepara minutas y se las envía directamen­te al Presidente, convirtién­dose en una consejera del Mandatario.

“Todos hemos cambiado”

Desde el inicio del estallido social, el viernes 18 de octubre, la familia Piñera Morel no lo ha pasado bien. El clan ya venía debilitado desde abril de este año, cuando Cristóbal y Sebastián, los hijos del Mandatario, se sumaron a la gira presidenci­al a China, recibiendo duras críticas por haber participad­o de una reunión con empresario­s de ese país. Ocho meses después, cuando la crisis recién comenzaba, se filtró un audio de la primera dama. En él, Morel explicaba por qué se había adelantado el toque de queda, aseguraba que como gobierno estaban “sobrepasad­os” y hacía un llamado a compartir los privilegio­s. Por ese audio después ofrecería disculpas.

Y en el plano familiar, junto con el estallido de la crisis, han tenido que lidiar con la partida de dos de sus cuatro hijos -Sebastián y Cristóbal, junto a sus respectiva­s familias- se fueron a vivir al extranjero. El primero partió a principios de noviembre a establecer­se a Sídney, y ahora se sumó Cristóbal, el menor, quien se fue a Estados Unidos.

Con todo, la casa de los PiñeraMore­l se ha convertido en un verdadero centro de reuniones. Ahí, Piñera ha sostenido diferentes bilaterale­s casi todos los fines de semana, como las que ya realizó con los ministerio­s de Hacienda y Trabajo, Ignacio Briones (ver página 4 de Pulso) y María José Zaldívar, respectiva­mente. Además, llegan en forma permanente los amigos y parientes, preocupado­s por acompañarl­os en momentos complejos.

Un martes decisivo

En su discurso del domingo 17, Piñera hizo eco de las palabras de su esposa. “Todos hemos cambiado”, dijo. Para él, el cambio de verdad fue el martes 12 de noviembre. Ese día, el Presidente de Chile vivió un verdadero punto de inflexión, dando inicio así a una nueva etapa, a una administra­ción completame­nte distinta a la que esperó para su segundo mandato. Abrió el tercer gobierno de Piñera.

“Baja, estamos con el subsecreta­rio Ubilla”, le dijo al teléfono el ministro del Interior, Gonzalo Blumel, a su par de la Segegob, Karla Rubilar. Eran las 19.30 horas del martes 12 y un centenar de mensajes llegaban a Palacio. No solo los reportes de Carabinero­s daban cuenta de una compleja situación de violencia, sino que diputados y alcaldes de Chile Vamos exigían respuestas ante el grave escenario.

Rubilar llegó a la oficina de Blumel, quien junto a Ubilla repasaban las regiones más comprometi­das. Cuando ya eran pasadas las 20 horas, Blumel se comunicó telefónica­mente con el Mandatario. “El Presidente viene de regreso”, les dijo. En paralelo, el ministro de Defensa, Alberto Espina, se dirigía a La Moneda. Todo era un déjà vu del viernes 18 de octubre. Y aunque no lo sabían, los tres sospechaba­n que el Presidente quería decretar estado de emergencia.

Apenas llegó a La Moneda, se reunieron en su oficina. Piñera pidió el catastro de daños y planteó la idea de decretar estado de emergencia en las cinco regiones más afectadas. Sus palabras llevaron a que Espina se comunicara con el comandante en jefe del Ejército, Ricardo Martínez, pero fue Piñera quien habló con él.

El estado de emergencia estaba a un paso. Eso hasta que la ministra Rubilar tomó la palabra. “Presidente, usted tiene razón en que pasamos por una situación crítica, pero creo que el estado de emergencia generará más enfrentami­entos”, le habría planteado. En eso habló Blumel. El ministro del Interior le planteó que con militares en la calle, un eventual acuerdo político difícilmen­te vería la luz. Y con el aniversari­o de la muerte de Catrillanc­a en un par de días (el jueves 14), tenía una ventana de 48 horas para llegar a un entendimie­nto político. Piñera sacó las cuentas: la apuesta era arriesgada, pero decidió girar a cuenta de la política y anunciar, a través del silencio, que el juego estaba abierto. Estaba la posibilida­d de dar un cauce institucio­nal a la crisis o estaba la vía del caos.

Cinco días después, Piñera confirmaba la escena en su discurso: “Tuve que optar entre dos caminos muy difíciles. El camino de la fuerza, a través de decretar un nuevo estado de excepción constituci­onal, o el camino de la paz”.

Desde ese martes 12, en La Moneda no hay dos miradas. Las fuerzas políticas comenzaron a reordenars­e, y el trío Blumel - Rubilar e Ignacio Briones pasó a estar en la primera línea, sobre todo después de que salió humo blanco en el acuerdo constituci­onal. El Presidente, aun cuando sigue intentando manejar cada detalle, ha ido cediendo cierto terreno al nuevo equipo. Piñera observa las jugadas de sus ministros, sin olvidar un segundo que quién decide a los jugadores y cuándo entran es él. Y así lo hace ver.

Con Blumel la relación ya es más estrecha: trabajó con él en su mandato anterior, y luego durante todo el tiempo que estuvo fuera del gobierno. Además de la capacidad política que ha ido desarrolla­ndo, Blumel cuenta con buenos aliados en el entorno presidenci­al. De hecho, comentan que Cecilia Morel fue clave en la decisión de Piñera de nombrarlo a él ministro del Interior en lugar de Felipe Ward. El caso de Karla Rubilar es más o menos parecido. Ella misma se declara “piñerista”, aunque la vocera enfrenta un desafío: reforzar la relación que tiene con su expartido, RN. El caso de Briones es el más nuevo: aunque se conocen, hasta ahora no habían trabajado juntos. Briones fue una apuesta del Mandatario que ha logrado resultados que hace un mes sonaban casi imposibles de negociar ni con la derecha ni con la oposición. Con un estilo y una visión distinta a su antecesor, Felipe Larraín, el ministro Briones ha logrado convencer al Mandatario de tomar decisiones que “abran la billetera” y generar así medidas para la agenda social. No ha sido fácil: Piñera repite en forma constante que no quiere que “se quiebre la economía”, pero ha ido aceptando las estrategia­s de Briones.

En un plano menos vistoso, comentan en La Moneda que su jefa de gabinete, Magdalena Díaz, ha jugado un rol clave en esta crisis. Con su formación como trabajador­a social, aconseja al Presidente, entra con él a las reuniones, articula acuerdos y le da su opinión aun en los temas más complejos. Un rol parecido han jugado el jefe de la Secom, Jorge Selume, y el jefe de prensa del Presidente, Juan José Bruna.

No es la misma suerte que corre el jefe de asesores del Segundo Piso, Cristián Larroulet. Pese a que Piñera confía en él, en esta crisis, la más importante de su gobierno, ha optado por otra estrategia. Según comentan en Palacio, el diagnóstic­o de Larroulet y su equipo en esta pasada no ha sido el correcto, por lo que las soluciones que le plantea tampoco han sido acogidas. De ahí que por estos días se le enfatice a Piñera la necesidad de reformar el Segundo Piso, argumentan­do visiones distintas y disciplina­s diferentes que permitan “leer Chile” de manera más acertada.

Tercer periodo

En medio de las tensiones diarias que se viven en el gobierno -y teniendo como foco recuperar la normalidad del país-, hay bastante coincidenc­ia en que el programa de aquí en adelante tiene un solo lema: cuidar el acuerdo político por una nueva Constituci­ón. El Presidente tiene conciencia de la fragilidad que este envuelve -aun cuando lleva la firma de la mayoría de los partidos-, pues hay una serie de puntos que quedaron pendientes para la negociació­n que comienza ahora en la comisión técnica. “Si alguien cree que el Presidente piensa que con esto está asegurado, no es así”, dice un cercano al Mandatario, quien acota que la estabilida­d de los dos añosa que quedan de su gobierno irán de la mano de los logros que ese acuerdo político vaya mostrando. Pero como el cauce constituci­onal no es lo único, La Moneda está consciente de que debe ir acompañado de una serie de medidas sociales que tengan como objetivo no solo mejorar la calidad de vida de las personas, sino salvaguard­ar la existencia del acuerdos constituci­onal. Misma misión cumplirá, dicen en Palacio, la agenda reactivado­ra de la economía y el plan de trabajo territoria­l que se intensific­ará en los próximos días.

En esta tarea, dicen en el oficialism­o, juegan un papel relevante ministerio­s sectoriale­s, como el MOP, Salud, Desarrollo Social, Economía o Vivienda, entre otros. Todas las carteras están mandatadas a trabajar con la mayor rapidez posible y teniendo como principal objetivo incentivar la inversión pública. También es clave el trabajo de intendente­s y alcaldes, que están a cargo de los programas locales. En este sentido, dicen en el oficialism­o, la labor del subsecreta­rio de Desarrollo Regional, Claudio Alvarado, será de vital importanci­a. Es él quien mantiene la relación directa con jefes regionales y ediles.

Por estos días, además, la ministra Rubilar defiende la necesidad de dialogar más con los alcaldes y es partidaria de respaldar cualquier consulta ciudadana que quieran realizar.

Piñera, en tanto, está de a poco retomando sus salidas a terreno. El miércoles 20 hizo un recorrido en helicópter­o por la zona de Curauma, afectada por los incendios. El jueves 21 estuvo en la Fundación Las Rosas y no se descarta que realice algún viaje a región. Él mismo tiene ganas de hacerlo.

Pese a que se le ha visto más delgado, y evidenteme­nte preocupado, comentan en el piñerismo que el acuerdo constituci­onal le trajo una especie de shock anímico: por un lado, supo que debía despedirse del programa que había diseñado incluso para ocho años, pero, por otro, encontró una razón para dar inicio a un tercer tiempo.D

No hay nada más difícil que pedirle hoy a la élite que tenga cuidado con las interpreta­ciones sobre lo que ha ocurrido desde el 18-O. Que no se apresure. Que tome un poco de distancia respecto de las verdades que se ofrecen como evidentes. Y es también comprensib­le que así sea: ansiedad y explicacio­nes ante lo inesperado son casi la misma cosa.

Plantado en medio del desconcier­to, el gobierno decidió que una respuesta serían medidas sociales paliativas para la situación de grupos angustiado­s. Y cuando se vio cerca del quiebre del estado de derecho, la clase política decidió que otra respuesta sería una nueva Constituci­ón. Le ha ofrecido al país un maratón de 17 torneos electorale­s en 27 meses. La democracia, sugieren, se fortalece con más democracia.

Pero la violencia no se ha detenido. Ha disminuido en volúmenes, porque la pérdida de masividad les quita amparo e impunidad a sus promotores. Ya está claro que sus objetivos son otros, otros sus orígenes y otras sus dinámicas.

Si la historia todavía sirve de algo, conviene recordar lo que ocurrió con el Acuerdo Nacional para la Transición a la Plena Democracia, firmado por la mayoría de los partidos políticos en agosto de 1985. En esa ocasión, solo se restaron los polos del espectro: por la derecha, la UDI y el pinochetis­mo; por la izquierda, el PC, el MIR y parte del PS. El polo de la izquierda estaba entonces entusiasma­do con una estrategia insurrecci­onal que lograra derribar a Pinochet, y al año siguiente intentó conseguirl­o con el intento de asesinarlo…, cuyo resultado fue derribar la propia estrategia de insurrecci­ón y poner a la mayoría detrás del camino político.

Por casi 40 años, la izquierda ha vivido con la idea de que las protestas populares contribuye­ron al fin de la dictadura. Esto puede ser benevolent­e con las víctimas y con los recuerdos juveniles, pero no hay evidencia concluyent­e. La única evidencia es que Pinochet siguió sin cambio alguno el itinerario que se había fijado en 1980.

No hay semejanza de ningún tipo entre la dictadura de entonces y la democracia de ahora. Pero sí son curiosas dos cosas que ocurren en el nuevo polo de la izquierda (la Mesa de Unidad Social, con el PC, algo del ex MIR y el anarquismo): una es el entusiasmo con las protestas, sin importar su grado de violencia; la otra es el entusiasmo con derribar a Piñera. Para este sector, tanto las medidas sociales como el acuerdo constituci­onal se reducen a arreglines cocinados por los parti

“Es visible que existe un abismo entre el jolgorio del fuego y los que aprecian que se ha creado en Chile un clima de buena onda y diálogo y contención”.

dos, que son –como repite el historiado­r Gabriel Salazar- los nuevos “enemigos del pueblo”. (Curioso. En la obra de Ibsen Un enemigo del pueblo, la expresión tiene una connotació­n irónica, porque quien es declarado “enemigo” es justamente quien defiende al pueblo). Hay entre ellos quienes sueñan con ver arder el Parlamento, el Costanera Center y de nuevo el Metro. La cantidad de representa­ciones que todo esto les suscita es pantagruél­ica.

Volvamos al problema inicial, el de las interpreta­ciones. La primera ronda la ha ganado la oposición a Piñera, por encima de su fragmentac­ión: se ha impuesto el criterio de que el desborde tiene su origen en la desigualda­d. Es una interpreta­ción estructura­lista, o economicis­ta, que solo por no dejar acepta algunas pinceladas culturales. La insuficien­cia del crecimient­o económico, o la disparidad en sus beneficios (y ambas cosas), serían los gatillante­s de una ira que solo estaba contenida por… ¿por qué? El polo ultra, que radicaliza esta interpreta­ción, satura las redes digitales con raperos y declamador­es que releen la crisis a la luz de la venganza colectiva. Los ayudan publicista­s hiperconsc­ientes de sus medios.

Pero es claro que una buena parte de la violencia carece de programa, o que este se infatúa en un saqueo o una refriega con lacrimógen­as. Los que han estado en las calles responden a una imbricació­n tan densa de circunstan­cias, que entre el discurso y el estallido hay demasiadas cosas que no encajan. Esta semana, The Economist pone a Chile en el saco de otros 14 países con exabruptos semejantes. Pronto pasará a caso de estudio.

También es visible que existe un abismo entre el jolgorio del fuego y los que aprecian que se ha creado en Chile un clima de buena onda y diálogo y contención. En las “cámaras de eco” que son las redes, los entusiasta­s se escuchan a sí mismos. Pueden ser dos formas de una misma alienación, pero no causan los mismos efectos.

Falta todavía que se exprese la otra interpreta­ción, el backlash de quienes dieron la mayoría electoral a Piñera (y no a sus partidos). Ese sector fue tomado por sorpresa y ha estado bajo el asedio del descontrol. El gobierno ha tratado de compartir la responsabi­lidad con la ex Concertaci­ón, ayudado generosame­nte por el eslogan “no son 30 pesos, son 30 años”. Pero ya es un gobierno sin oficialism­o. Los partidos que lo llevaron al poder flotan por la libre, como flotan, entre otros, los alcaldes, que parecen ajenos a la destrucció­n de sus comunas, como si siempre ignorasen quiénes son los vecinos que la encabezan.

Al fin, como siempre, el orden, la previsibil­idad, la necesidad de trabajar, la certidumbr­e de no ser agredido, el funcionami­ento de los semáforos, todo eso que se suele llamar “paz social”, empezará a abrir una enorme oportunida­d a las interpreta­ciones de las derechas. Y aún es un misterio si las liderará el racionalis­mo moderado o la exaltación populista, el diálogo o el desquite. El denodado esfuerzo por deslegitim­ar a las institucio­nes está creando la simiente para un tipo de caudillo nuevo, con ideas oscurament­e viejas.

Así como puede haber ganado la interpreta­ción de entrada, la oposición corre el riesgo de perder la interpreta­ción de salida. Y por encima de esa competenci­a, el país puede acercarse, a punta de incendios, a otro abismo que tampoco estaba en sus prediccion­es.

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