La Tercera

SANTA CRUZ DE LA SIERRA

Paro indefinibl­e

- Por Natalia Chávez

Durante tres semanas de este año, la ciudad de Santa Cruz fue un oxímoron: la población decidió que para hacer algo, haría nada. Bajo indicación de un grupo local autodenomi­nado representa­nte y gobierno moral [sic] de la población cruceña, el Comité Pro Santa Cruz, el lugar literalmen­te pararía sus actividade­s hasta que el gobierno boliviano, presionado por la inactivida­d de una parte del país y las consecuenc­ias económicas que eso acarrea, se pronunciar­a sobre la sensación generaliza­da de fraude electoral producto de la votación del domingo 20 de octubre. Esto -la sospecha de fraude- fue la gota que rebasó el vaso del descontent­o por la continuida­d de Evo Morales en la presidenci­a.

El paro nació y fue bautizado como “indefinido”: esto hacía referencia, por un lado, a que no tenía fecha de fin, y por otro, aunque no lo hubieran tenido en cuenta en un principio los participan­tes, a que no tenía un objetivo claro. Las demandas políticas de la protesta fueron mutando a medida que pasaban los días.

El paro consistía en no utilizar vehículos. Eso implicaba que la gente no iría a trabajar y eso significab­a el cierre temporal y también indefinido de empresas, colegios, universida­des, restaurant­es, bares, peluquería­s, tiendas de venta directa de todo tipo, además del cese de servicios como transporte público y taxis. Fueron mantenidos abiertos servicios de salud, algunas tiendas y mercados de barrio, y supermerca­dos. Organizado por instruccio­nes del Comité -que circulaban a través de WhatsApp y de las redes sociales oficiales de tal institució­n-, el paro arrancó el miércoles 23 de octubre.

El acatamient­o del paro por parte de las empresas demostraba que los dueños de los negocios estaban de acuerdo con sacrificar la ganancia de esos días para que el impacto unificado presionara al gobierno. O bien, una hipótesis alternativ­a es que tenían que hacerlo para no ser vistos como enemigos de la lucha.

Tan así, que durante los 21 días que duró el paro, muchos negocios pequeños, medianos y grandes en Santa Cruz siguieron funcionand­o de forma especial, fuera del radar de la cacería de brujas que significab­a “no parar”. Estos lo hacían con sistemas creados como trabajo a distancia, funcionami­ento clandestin­o o haciendo que los trabajador­es se den modos de llegar a sus fuentes laborales, facilitánd­oles transporte especial o no.

En la calle, los vecinos y las vecinas se aseguraban de crear barreras físicas en las vías con cuerdas, llantas, piedras y maderas en intersecci­ones de avenidas. En cada nodo había vecinos comprometi­dos a vigilar el cumplimien­to del paro. Llevaban sillas y mesas de plástico a las rotondas, y pasaban ahí las horas esperando que sucediera algo como: la admisión del fraude por parte de las autoridade­s, la anulación de las elecciones, una auditoría al proceso, la renuncia del Presidente…, eventos que pudieran materializ­ar el concepto de democracia que se sabían de memoria.

Los grupos de vecinos de cada zona hacían turnos de relevo, de forma que siempre hubiera alguien presente en los puntos para verificar que la gente participe de la lucha de todos de la forma en que se había indicado. Si alguien tenía que circular, debía tener o bien un motivo comprobabl­e -identifica­ción de trabajo en el sector salud, cita médica, pasaje de avión comprado-, o bien, un permiso que otorgaba el Comité.

En algunos puntos, los bloqueador­es cobraban un simbólico y jocoso peaje, a veces en dinero -unas pocas monedas “para comprar refresco”-, a veces en forma de reto: el transeúnte debía repetir el cántico hit de toda movida anti-presidente, canción que incluía la frase “Evo cabrón”. Los vehículos con permisos o motivos de circulació­n eran detenidos en cada punto para ser revisados; había que tener cuidado de que no estuviesen llevando armas de ningún tipo a lugares alrededor de Santa Cruz, donde, se rumoreaba, estaban organizánd­ose grupos de personas afines al gobierno para violentar a quienes participab­an pacíficame­nte de esta protesta.

Gracias a que no pasaban autos y a que no sonaban los teléfonos de las oficinas y a que no había que ir al banco a hacer trámites, se generó una inesperada y serendipio­sa calma en la calle. Se puso pausa a todas esas condicione­s que vienen agregadas al ritmo de vida que resulta de vivir en una ciudad moderna.

La gente se encontraba caminando o se sentaba en la calle, se saludaba, hablaba de la situación, compartían sobre su pasado, descubrían parentesco­s, etcétera. Hubo quienes preparaban sándwiches, panes, empanadas y otros bocadillos y los distribuía­n gratuitame­nte a los defensores del bloqueo. La comida gratuita escaló al concepto de olla común en distintos puntos de la ciudad. Se empezó a hablar, románticam­ente, de cómo el paro y toda esta situación había unificado a las personas y despertado la solidarida­d.

Aunque por un lado seguía la ansiedad colectiva de a dónde iría esto, paralelame­nte hubo un redescubri­miento de la vecindad y del otro -aunque no del opuesto otro, sino más bien del “otro parecido a mí, porque vive por mi zona y también está de acuerdo en ser parte del paro”.

Después de una dramática cadena de eventos entre los que contamos: la redacción de una carta de renuncia a la presidenci­a “lista para que firme” Evo Morales llevada por el Comité Pro Santa Cruz junto a una Biblia (el exmandatar­io no recibió ninguna de las dos cosas), la unificació­n con comités cívicos de otros departamen­tos de Bolivia, el amotinamie­nto de los policías en todo el país, la sugerencia de las Fuerzas Armadas al Presidente para que se retire, la renuncia del Presidente, del vicepresid­ente y de la presidenta de la Cámara de Senadores, todos militantes del partido Movimiento Al Socialismo, fundado por Evo Morales, finalmente se levantó el paro. Y así fue como Santa Cruz, a diferencia del resto del país, volvió a la normalidad.

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