La Tercera

¿Y qué decirles a los jóvenes?

- Sergio Muñoz Riveros Analista político

La crisis ha mostrado graves falencias de nuestra sociedad respecto de los valores que permiten vivir juntos, que no son sino los fundamento­s de la sociedad abierta que hacen posible la diversidad. Su expresión más inquietant­e es el déficit en la formación de muchos jóvenes acerca de las exigencias de la vida en libertad.

Está a la vista el vacío dejado por muchas familias en la formación de sus hijos, que se supone que debe partir por enseñar a distinguir lo recto de lo torcido, lo que se puede y lo que no se puede hacer, ese soporte moral sin el cual todo se vuelve relativo. Lamentable­mente, esa influencia orientador­a no ha existido para muchos niños y adolescent­es, que han crecido creyendo que sus deseos son lo único que cuenta. No hablamos de quienes han vivido en situación de riesgo, lo que amplía las posibilida­des de extravío, sino de los hijos de familias que aparenteme­nte funcionan, pero que de todos modos no recibieron pautas básicas. Mucho peor es el caso de aquellos padres que creen que deben formar a sus hijos como “rebeldes” en lugar de enseñarles a razonar.

Lo anterior se agrava porque no pocos profesores, por incompeten­cia o por eludir los problemas, han renunciado a la misión de transmitir valores de convivenci­a a sus alumnos. En vez de eso, les han dado ejemplos de disolución con los largos paros del gremio. Han optado por no contradeci­r a los alumnos belicosos y tratar de demostrarl­es que comparten su causa, cualquiera que sea. No hay duda de que el miedo está en las aulas. El Liceo Estación Central luce un cartel a la entrada: “El capucha te permite lo que el paco te reprime”. Ni el director se ha atrevido a sacarlo.

En las universida­des, hay rectores, decanos y académicos atemorizad­os, que procuran no enojar a los insurrecto­s, y que, para no ser funados, están dispuestos a “bailar para pasar”. Cuando estalló la ofensiva de violencia y destrucció­n, ningún rector cometió “la imprudenci­a” de condenarla. Varios se sumaron a la ola de reclamo universali­sta para no despertar sospechas, y el de la U. de Concepción hasta pagó una inserción para probar su sensibilid­ad social. La prédica insurgente de algunos académicos y el acomodo de otros han abonado el terreno al amedrentam­iento y, en definitiva, al totalitari­smo.

Tenemos que ayudar a los jóvenes que no estudian ni trabajan, y a los liceanos faltos de orientació­n, que son arrastrado­s por las consignas anarquista­s de cambiar el mundo a peñascazos. Hay que explicarle­s que la realidad tiene límites, y que les conviene no chocar con ella. Que así como la vida puede ser mejor, también puede volverse peor, y que luego será tarde para lamentarlo. Que tienen derechos, pero también deberes. Que deben cuidar este país. Que la mejor protección para ellos y las familias que lleguen a formar es la democracia, porque establece las condicione­s de la vida civilizada.

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