La Tercera

En deuda con La Araucanía

- Nicol Toledo Dra. (c) Pontificia Universida­d Católica de Valparaíso Investigad­ora en Centro de Investigac­iones Históricas, Universida­d San Sebastián.

La historia de La Araucanía está tristement­e marcada por los conflictos de intereses que hacia ella se han generado y por el dolor que en su población ha causado. Antiguamen­te los incas quisieron dominarla y al no conseguirl­o dieron origen a la leyenda épica sobre sus habitantes. Luego vino el Imperio Español y denominó la zona como el Flandes indiano, por considerar­la un nuevo problema para la administra­ción. Seguidamen­te llegó el Estado chileno, quien en vistas de “finiquitar el problema de La Araucanía” decidió colonizarl­a, proceso que se enmarcó en la denominada Pacificaci­ón/Ocupación de La Araucanía (1860-1883), conceptos interpreta­tivos, eufemismos que por años han tratado de negar el afán económico que se perseguía y que se tradujo en despojos sistemátic­os para las comunidade­s. Estos hechos son de conocimien­to general y son tópicos recurrente­s en conversaci­ones cotidianas, pero aún no llegan a ser tomadas en considerac­ión por los sectores que podrían generar posibles vías hacia una resolución.

Sabemos que el Estado debe hacerse cargo de generar instancias de diálogo, otorgando representa­tividad efectiva a las colectivid­ades indígenas y debe reconocer los errores e irregulari­dades que marcaron la “redistribu­ción” de tierras llevada a cabo durante la segunda mitad del siglo XIX, quiebre que obligó a dejar atrás el consuetudi­nario uso comunitari­o de los espacios para dar paso al individual­ismo productivo/comercial, hechos que me han llevado a denominar al proceso como Privatizac­ión de La Araucanía, instancia que causó a su vez el surgimient­o de los enormes latifundio­s y consiguien­temente de las grandes forestales.

Al pensar en posibles soluciones para el conflicto mapuche, el Estado debe dar principal considerac­ión a la restitució­n de tierras y de los recursos naturales que trae consigo, para lo cual se debe desenmarañ­ar el proceso de colonizaci­ón, exponiendo tanto el mal actuar de algunas autoridade­s como también de los particular­es, puesto que identifica­ndo las transaccio­nes fraudulent­as se puede contar con una base desde donde planificar una nueva reforma agraria. Me atrevo a exponer esta propuesta porque he dedicado los últimos años al estudio de la colonizaci­ón en La Araucanía y la documentac­ión existente presenta pruebas de que muchos particular­es desplegaro­n diversas artimañas para hacerse de terrenos en reiteradas ocasiones; también se cuenta con denuncias redactadas por encargados de la colonizaci­ón, como el caso de Teodoro Schmidt, quien expone que en ocasiones “solo se dio causa a solicitude­s que estaban del partido político del Jefe de la Comisión de Ingenieros y que estas hijuelas se aprobaron en 280 hectá.² siendo que debían ser de 20”. Otra arista que debe modificars­e es el marco legal que posibilitó que esto se encauzase así, ya que la ley de Colonizaci­ón de Bulnes (1845) “autorizaba al Presidente a fundar colonias de naturales o extranjero­s en terrenos baldíos”, pero la zona definida para radicar colonos fue el Territorio de Colonizaci­ón de Angol (hoy provincia de Malleco) lo que con o sin dolo invisibili­zó a la población que ahí residía, mientras que la ley de 15/07/1869 (J.J. Pérez) dictó que los departamen­tos de Angol, Lebu, Imperial y Arauco dejasen de ser territorio­s indígenas y se convirtier­an en terrenos destinados a la colonizaci­ón.

Hallar la cura para una herida tan profunda no será de ninguna manera tarea sencilla, pero hoy, cuando el modelo imperante ha demostrado ser inadecuado y la gente está presionand­o para cambiarlo, parece ser el momento idóneo para que la voluntad conciliato­ria se materialic­e generando instancias que conlleven a un entendimie­nto y así poder finalmente saldar las deudas del pasado y concretar la meta de cohesión cultural y territoria­l que tanto ha pregonado el Estado.

Hay que saldar las deudas del pasado para lograr la cohesión cultural y territoria­l que pregona el Estado.

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