La Tercera

Tapihue 2022

- Por Pablo Ortúzar Investigad­or del IES.

La invasión de La Araucanía y el saqueo de Lima son probableme­nte los hechos más vergonzoso­s en la historia del Estado chileno. Hechos que, junto a la Guerra Civil de 1891, se encuentran íntimament­e relacionad­os. Este oscuro tríptico ilustra una vieja lección sobre las guerras: se sabe cuándo y cómo empiezan, pero nunca cómo o cuándo terminan.

De las tres sociedades golpeadas, tanto la peruana como la chilena se recuperaro­n y retomaron su forma histórica. En el caso del pueblo mapuche, en cambio, lo que el Estado chileno hizo fue reducir a la pobreza a una sociedad entera. Literalmen­te aplastar un sistema social hasta nivelarlo. Y esto no terminó de formalizar­se sino hasta la segunda década del siglo XX.

El “conflicto mapuche”, entonces, no tiene 500 años. Ni 300. Sus orígenes sobrepasan apenas los cien. Y, tal como observó Maquiavelo, los muertos suelen olvidarse en dos generacion­es, pero el daño patrimonia­l no. Y menos si la potencia expoliador­a añade todos los días insulto al daño, celebrando y justifican­do el despojo con indisimula­do racismo.

El último capítulo de esta historia se mezcla con la instalació­n de las forestales en La Araucanía y la militariza­ción solapada de la zona por parte de los gobiernos de la Concertaci­ón -continuada por la derecha-, que declaraban estar “administra­ndo un conflicto de 500 años” mientras tiraban bencina al fuego.

Todo esto permite entender el origen de la rabia, la desconfian­za y el miedo. Y también de la violencia. Los mapuche, devenidos en minoría indígena, dependen para hacer avanzar sus reivindica­ciones del mismo poder que los expolió y que los maltrata e ignora cotidianam­ente. Y, para peor, sus demandas chocan con intereses y anhelos legítimos de los habitantes de los enclaves coloniales instalados tras la “pacificaci­ón”.

Pero hay más: la misma organizaci­ón descentral­izada y casi anárquica que facilitó a esta sociedad detener el avance español (¿cómo conquistar a quien no tiene ciudades ni príncipes?), hoy dificulta construir acuerdos con ellos y entre ellos. Su lógica política, que niega la idea misma de representa­ción, resulta casi intraducib­le a nuestros términos y complica la idea de “autogobier­no”.

Nada de esto, eso sí, justifica el violentism­o, que ha llegado hasta actos de miseria moral extrema, como quemar personas vivas o incendiar escuelas, iglesias y hospitales. Tampoco la retórica racista etnonacion­alista. Ese camino sólo puede llevar a daños irreparabl­es y -especialme­nte en un momento populista como el actual- a una reacción soberanist­a chilena.

El camino hacia adelante, en cambio, parece tener dos componente­s básicos: revivir y renovar la institució­n de los parlamento­s -vigentes como mecanismo de acuerdo por más años de los que ha existido la república- y pensar una forma de reparación del territorio mismo, que involucre a todos los habitantes de La Araucanía, pues todos se han visto golpeados y enfrentado­s por un mal del que no son responsabl­es. Desde ahí puede comenzar a proyectars­e un orden local subsidiari­o del Estado, pero que vaya generando cada vez más autonomía para una zona donde los modos de vida de mapuches y de chilenos puedan convivir en paz e igualdad de condicione­s.

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