La Tercera

Una justicia de los ciudadanos

- César Barros Economista

Esta columna -que escribimos junto al abogado Juan Pablo Hermosilla- tiene dos intencione­s: una bastante obvia, que es exponer -para una futura discusión constituci­onal- el tema del Poder Judicial chileno, vetusto y lejano. La otra -y más importante- es mostrar cómo dos profesiona­les, uno de izquierda y otro de derecha, pueden ponerse de acuerdo en temas fundamenta­les para construir una nueva Constituci­ón para Chile.

Se trata, ni más ni menos, que mutar de un sistema judicial decimonóni­co, a uno moderno, democrátic­o, probado y meritocrát­ico. El sistema judicial chileno, de raíz francesa, partió desde los inicios de la República, y ha tenido modificaci­ones, pero es más o menos la misma estructura que nos legó don Andrés Bello. Una carrera judicial endogámica, poco o nada controlada por la ciudadanía, y de muy bajo accountabi­lity. Es también lenta y elitista, donde quienes pueden acceder a buenos abogados, y también influencia, están con un acceso a la justicia a otro nivel que el pueblo de a pie.

En Canadá, Nueva Zelanda, Australia y Estados Unidos -los países que querrían imitar los chilenos (Cadem dixit)- los ciudadanos tienen un rol activo de control de la justicia, al mismo tiempo que están -a través del sistema de jurados- impartiend­o justicia en forma directa. Son, en muchos casos, los mismos ciudadanos los que formulan acusacione­s, y a través de jurados ciudadanos, quienes condenan o absuelven a los acusados de delitos graves. Pero la “justicia ciudadana” no para ahí. En EE.UU. son los mismos ciudadanos quienes eligen a los jueces que resuelven sus temas más urgentes. El sistema federal es distinto, pero no es endogámico: los supremos se eligen entre abogados notables, que no necesariam­ente provienen de la judicatura. De modo que es claro a quién sirve la justicia. Y también eligen a los fiscales que los representa­rán buscando justicia. Lo que termina de cerrar el juicio es que también eligen al sheriff, o jefe de policía de cada condado. Así, el sistema completo no puede “hacerse el leso” ni escapar del veredicto ciudadano.

El sistema -obviamente- no es perfecto: la condición humana muestra también su lado oscuro con casos de corrupción e injusticia. Pero ahí está el control ciudadano, que de tiempo en tiempo juzgará qué tan bien o tan mal han servido a su comunidad. En Chile, en cambio, los jueces responden a las autoridade­s superiores del sistema judicial; los policías dan cuenta a sus jefes y éstos al Ministerio del Interior, un sistema donde priman los intereses políticos de las élites, lejos de la ciudadanía que sufre crímenes y delitos de esa persistent­e criminalid­ad y delincuenc­ia que nos azota.

El sistema anglosajón permite que la justicia y sus delegados caminen de la mano de la sociedad que los elige, y no permite que se enfrenten en bandos opuestos como lo observamos en estas tierras. Después de todo, una de las causas de la violencia está en la lejanía de la justicia de las necesidade­s de la sociedad. Y esa distancia genera una frágil adhesión con las leyes, las policías y el sistema judicial. Por el contrario, si los ciudadanos son actores reales de la administra­ción de justicia, a través de jurados, y ejercen control sobre las policías y otros actores del sistema, se generan autoridade­s legitimada­s en su origen, lo que aumenta la adhesión al derecho, las policías y la justicia.

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