La Tercera

Verdadera subsidiari­edad

- Por Pablo Ortúzar Investigad­or del IES.

El judaísmo del Segundo Templo y los primeros cristianos compartían, entre muchas otras cosas, una forma de relacionar­se con el Imperio Romano que podríamos llamar “intermedia­ria”. Se reconocía la autoridad imperial en la medida en que respetara la autonomía de la comunidad en aquellos aspectos regulados por mandato divino. El Reino de Dios, creían ambos grupos, no podía ser construido por medios políticos humanos. Luego, lo correcto era buscar pactos básicos con el statu quo que blindaran, en lo posible, al pueblo elegido, hasta que llegara el momento definitivo.

El tema se complica cuando, impulso misionero paulino mediante, se abre la posibilida­d -teórica y remota en principiod­e que la cabeza imperial, así como otras autoridade­s, se convirtier­an al cristianis­mo. El poder político no es uno de los dones del Espíritu depositado­s en la Iglesia. Luego, dichas autoridade­s tendrían un pie adentro de la comunidad de salvación y otro afuera, en un terreno que siempre se había asumido ajeno y moralmente pantanoso.

¿Era el Estado imperial un mecanismo adecuado para llevar adelante agendas cristianas? ¿Era razonable pasar de una política intermedia­ria negativa, de no intervenci­ón, a una positiva, de dirección? ¿Cuál debía ser la relación entre la cabeza de la Iglesia y la del Estado, si quien detentaba el poder temporal era un cristiano?

El principio de subsidiari­edad intenta hacerse cargo de estos problemas. De ahí sus dos caras: positiva y negativa. Se le exige al poder estatal relacionar­se de manera habilitant­e con las organizaci­ones intermedia­s. Es decir, haciendo posible su despliegue en vez de suplantánd­olas.

¿Por qué los “cuerpos intermedio­s” y no simplement­e la Iglesia? Básicament­e porque la comunidad de salvación es integral: la religión es concebida como una forma de vida, y no como una porción delimitada y abstracta de la existencia individual relativa a participar en ciertos ritos y sostener ciertos discursos. El pueblo de Dios es, efectivame­nte, un pueblo: no la mera jerarquía eclesiásti­ca. Luego, lo protegido es la posibilida­d de vivir cristianam­ente. De existir como pueblo.

El actual debate constituci­onal es una oportunida­d para que los cristianos volvamos a este asunto. ¿Cuál es la forma del Estado que mejor sirve, en nuestra situación actual, a la expansión y consolidac­ión de formas de vida auténticam­ente cristianas? Durante décadas hemos visto cómo el culto a la soberanía individual avanza, demandando (a veces sin que sus promotores se den cuenta) un Estado cada vez más total y neutraliza­nte para sostener la soledad artificial del sujeto radical. Vemos también el daño que este culto autodestru­ctivo hace a las personas, progresiva­mente más atomizadas, debilitada­s y alejadas de las fuentes de sentido. Sabemos que la crisis de octubre tiene un gran componente moral.

El fondo real del debate constituci­onal es antropológ­ico. Esto rara vez se hace visible porque las dos alternativ­as que se plantean como las únicas posibles (Estado de bienestar y Estado mínimo) conciben de la misma forma al ser humano. Tenemos la oportunida­d de exponer ese consenso velado y ofrecer una mejor opción, que se tome en serio la dignidad demandada.

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