El regreso a clases antes de que sea demasiado tarde
¿A quién le importa cómo está pelado el chancho?
Una de las grandes interrogantes que nos deja la crisis sanitaria es en qué momento la educación dejó de ser una prioridad. Los datos son elocuentes al respecto. Pese a que de acuerdo con los lineamientos sanitarios hay cerca de mil establecimientos educacionales que podrían estar funcionando, hasta esta semana solo 51 habían efectivamente retomado las clases presenciales. Resulta un contrasentido que se le dé escasa prioridad a la educación, frente al impulso que distintos grupos de la población le han dado a otras actividades como el comercio, las deportivas o las de entretención.
Lo anterior fue ratificado por un reciente estudio de Libertad y Desarrollo, donde se constata que incluso las comunas que llevan casi un mes sin contagios todavía mantienen sus escuelas cerradas. Estas zonas concentran a más de 96 mil estudiantes, de los cuales el 70% de ellos son vulnerables, y donde el colegio cumple un rol que va mucho más allá del educativo. Concluye el estudio señalando que es necesario avanzar más rápido en esto, porque de lo contrario estaremos frente a un daño muy profundo que, entre otros efectos, aumentará las brechas socioculturales del país.
Por eso, extraña la actitud que ha tenido la población respecto de la apertura de los colegios. Por una parte, una mayoría de los apoderados y profesores se han manifestado muy reticentes a ella. Los alcaldes y parlamentarios también, incluso insistiendo mediante proyectos de ley para el cierre del año escolar y que los alumnos sean promovidos de curso en forma automática. Frente a esto, ha sido muy importante la labor del Ministerio de Educación, que ha sido enfático en descartar ese tipo de medidas y, por el contrario, ha buscado realizar un trabajo con las comunidades para recalcar la necesidad de asegurar el retorno a clases.
Es cierto que la reticencia de algunos apoderados tiene que ver con el temor a que los colegios sean focos de contagio. Respecto de esto, si bien nadie puede asegurar riesgo cero, la Organización Mundial de la
Salud ha sido clara en señalar que los establecimientos educacionales no son un lugar importante para contraer el Covid-19, en tanto que un reciente estudio de la Universidad de Brown (EE.UU.) reveló que en 300 colegios bajo análisis los contagios han sido inferiores al 1%. Tampoco puede obviarse que cuando se habla de abrir los colegios, se entiende que éstos han debido tomar previamente las medidas sanitarias exigidas por las autoridades y que la asistencia será en grupos o voluntaria, para recoger mejor las distintas realidades que tienen las familias. Con esos resguardos, sería difícil no apoyar la medida.
Hay que entender en esto que, si bien la educación es el pilar central del desarrollo de las personas y los países, su valoración es menor en la medida que las familias son más vulnerables, dado que la alternativa es que los niños salgan a trabajar y ayuden en la provisión de ingresos familiares. Por ello, otra de las consecuencias del cierre de los establecimientos es que aumente en forma importante la deserción escolar, algo que puede demorar años en revertirse.
Es por ello que resulta necesario actuar con firmeza en este tema, teniendo presente que cualquier día, semana o mes que se gane con clases presenciales es un logro que debe ser perseguido con ahínco. Así, por lo demás, lo han entendido la mayor parte de los países desarrollados, como los europeos, que pese al aumento de contagios que han tenido en las últimas semanas, han continuado con su plan de apertura de colegios, señalando que, en caso de una segunda ola de coronavirus, serán los últimos que cerrarán.
Chile debe sumarse con fuerza a esa tendencia y no bajar los brazos frente a un tema tan relevante, donde están centradas muchas de las esperanzas del futuro. Todos deben colaborar en esto. Por eso extraña la pasividad de la mayor parte de los colegios particulares, que teniendo recursos y mejores instalaciones, no han dado el ejemplo. Muchos de ellos ya podrían estar funcionando y no lo han hecho. Es hora de dar los pasos necesarios para darle a la educación el sitial de privilegio que merece.
Es un contrasentido que esté abriendo el comercio, los centros de entretención y actividades deportivas, pero en cambio continúe la resistencia de muchos al
retorno a clases.
El Estado recauda dinero para financiar los bienes y servicios que provee a los ciudadanos. La mayor parte del financiamiento de estos bienes y servicios proviene del bolsillo de todos los habitantes, en especial de la clase media, pues el IVA recauda el 41% de los ingresos del Estado. Esta cifra es una de las más altas a nivel internacional y contrasta con el magro 10% que recauda el impuesto a la renta. Este desbalance en las fuentes de ingreso del Estado nos interpela éticamente a la hora de gastarlo. La eficiencia en el gasto del Estado no es solo un principio utilitarista, sino que en primer lugar es ético.
¿Cree usted que es ético sacarle el 20% de los ingresos a las familias más vulnerables del país para luego malgastar ese dinero, ya sea en programas mal evaluados o de frentón en programas que no son otra cosa que favores políticos para satisfacer el clientelismo? La respuesta para nosotros los ciudadanos es evidente, pero lamentablemente no lo es para los parlamentarios. En momentos críticos como los que vivimos, donde más que nunca se requiere del Estado para apoyar a las cientos de miles de familias que se han visto afectadas por la recesión económica y un Estado que ha visto reducido sus ingresos en cerca de 20%, algunos parlamentarios ya han levantado sus voces para defender a raja tabla programas pésimamente mal evaluados, que además impactan negativamente en la cohesión social. Algunos han defendido mantener estos programas porque dan trabajo, pero ¿cuántos más trabajos podría generar este dinero si lo gastáramos mejor? ¿Cuántas más personas se verían beneficiadas si usáramos estos recursos en quienes más los necesitan?
Para que se hagan una idea, este año el Estado financió cerca de 700 programas, cuyo presupuesto supera los US$ 30 mil millones. ¡Solo entre 2014 y 2018 el número de programas aumentó en 50%! Si miramos más en detalle estos programas, observamos que la mitad del presupuesto se va en financiar programas claves como la subvención escolar, la gratuidad en educación superior, los planes de alimentación y pensiones, pero el resto de los programas tiene un costo anual de US$ 15 mil millones. Da rabia ver la indolencia con que se gastan estos recursos.
Dentro de estos US$ 15 mil millones encontramos 350 programas, cuyo costo anual por programa es menor que US$ 3 millones. ¿Qué tipo de programa estatal permite cumplir sus objetivos con tan magro presupuesto? ¿Cómo se logra una focalización que no sea arbitraria? ¿Qué impacto tienen estos programas? No hay que ser genio para darse cuenta que la razón de ser de muchos de estos programas chicos es clientelismo político. Según la evaluación que llevó este año a cabo la Dirección de Presupuesto del Ministerio de Hacienda con el Ministerio de Desarrollo Social y Familia, el 30% de los programas no tiene indicadores adecuados para medir su cumplimiento y el 40% de los programas no tiene una focalización adecuada. Esta evaluación no muestra los resultados de la ejecución de los programas, sino que más grave aún, estas falencias están en el diseño mismo de los programas. Según datos de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), el Estado de Chile transfiere el doble de dinero a las personas del quintil más rico en comparación con las del quintil más pobre. Esto es consecuencia directa de cómo el Estado gasta sus recursos. ¿No es esta evidencia indignante? ¿Cómo es posible que se tolere esta inercia en el presupuesto de la nación? ¿O es que la injusticia social solo importa a la hora de los discursos y la recaudación de votos?
La próxima semana se inicia el debate presupuestario. Para avanzar en mayor justicia social no solo se requiere una política de recaudación progresiva (algo que la derecha suele descuidar), sino también una política de gasto progresiva y eficiente (algo que la izquierda suele descuidar). Sobre impuestos hemos discutido bastante, ahora le llegó la hora al presupuesto.