La Tercera

A un año del 18 de octubre: dos caras del estallido social

- Por Sylvia Eyzaguirre INVESTIGAD­ORA CEP

Hoy se cumple un año del llamado estallido social, episodio que, sin duda, marcó la vida política y social del país como ningún otro en la historia reciente y cuyas consecuenc­ias aún están por dilucidars­e, toda vez que hay procesos que recién comienzan, como el plebiscito nacional de la próxima semana, que determinar­á la voluntad de cambiar la Constituci­ón.

Lo que sucedió a partir del 18 de octubre pasado no es algo sencillo de analizar. Por una parte, representa uno de los episodios más violentos ocurridos en Chile desde el regreso a la democracia, provocando la destrucció­n de 41 estaciones del Metro de Santiago y generando saqueos, vandalismo e incendios en una gran cantidad de recintos privados. Lo anterior generó una alteración en la vida de las personas y fuertes enfrentami­entos entre diversos grupos y Carabinero­s, algo que tuvo al país en una sensación de descontrol durante varias semanas.

Casi en paralelo a ello apareciero­n también masivas manifestac­iones en contra de una serie de situacione­s, como los abusos, la colusión, la inequidad, todas las cuales tuvieron su máxima representa­ción en la marcha del viernes 25 de octubre, cuando solo en Santiago se congregaro­n cerca de 1,2 millones de personas, una cifra histórica.

Teniendo a la vista estas dos situacione­s, la violencia y las demandas sociales, es que, luego de acoger la solicitud del Presidente de la República, los partidos políticos firmaron el Acuerdo por la paz y la nueva Constituci­ón, en donde se establecía un compromiso para el restableci­miento del orden público, el respeto a los derechos humanos y la institucio­nalidad democrátic­a, al tiempo que se configuró un sistema para la elaboració­n de una nueva Carta Magna.

Pasado un año del estallido social, hay luces y sombras. Respecto de la paz social, existe una alta preocupaci­ón por los niveles de violencia que persisten en el país. En esto es evidente que el coronaviru­s trajo consigo una pausa, pero en las últimas semanas se ha visto un rebrote preocupant­e, siendo el día de hoy un gran test al respecto. Importante en ese sentido es el llamado de la mayoría de los partidos políticos a condenar la violencia y a promover que la mejor forma de expresarse es a través de la participac­ión electoral en el plebiscito de la próxima semana. Pero, así como es fundamenta­l la condena general a todo hecho de violencia, también está en juego la capacidad del gobierno y de Carabinero­s para asegurar el orden público, algo que ha resultado complejo de lograr. En esto último han incidido actuacione­s de la fuerza policial permeadas por el excesivo uso de la fuerza -que incluso han derivado en acusacione­s de violacione­s a los derechos humanos-, creando desconfian­za en la ciudadanía, pero también por visiones ideológica­s en ciertos sectores de la sociedad que deliberada­mente han buscado neutraliza­r la acción de control del orden público, lo que es una forma de consentir la violencia.

Los acontecimi­entos del 18 de octubre también constituye­ron un potente llamado de atención sobre una serie de problemas sociales que son reales y de los cuales resulta imprescind­ible hacerse cargo. Por ello, quedarse solo con la imagen de la violencia, aun cuando condenable, es cortoplaci­sta. No puede perderse de vista que, pese a los avances económicos que muestra Chile en los últimos años, existen problemas urgentes que solucionar en términos de equidad, acceso a servicios básicos de calidad y pensiones, por mencionar algunos. En esto la clase política, los empresario­s y los dirigentes, en general, tienen que reaccionar para buscar solucionar problemas que se arrastran desde hace demasiado tiempo. Es evidente que se fue muy exitista mientras en amplios sectores de la población se incubaba un gran malestar. Ahora correspond­e actuar en consecuenc­ia.

Y en esto hay que recordar que el exitismo no se cura con el pesimismo, como el que permea en algunos sectores. El país está viviendo tiempos importante­s, de grandes definicion­es y es ahora donde se necesita el concurso de todos para llegar a acuerdos fundamenta­les. Y si bien es inevitable que existan grupos reticentes al cambio, u otros dispuestos a borrarlo todo, la mayor parte de la ciudadanía no está en aquello.

Así como la violencia que surgió a partir de esos días ha sido un

fenómeno muy dañino, también el país ha tenido la oportunida­d de percatarse de los problemas sociales que se

arrastraba­n sin solución.

Auna semana del plebiscito y a un año del 18 de octubre, hoy parece un buen día para detenerse a pensar sobre este último año y los desafíos que tenemos como país. ¿Qué estalló el 18 de octubre? Es difícil responder esta pregunta consideran­do únicamente los acontecimi­entos. La violencia y la pandemia son dos factores distorsion­adores, que impiden ver con claridad el substrato que da vida al estallido. A ello se suma lo amorfo de este malestar, que se manifiesta en su transversa­lidad política, etaria y social.

La encuesta Elsoc, cuyo trabajo de campo se realizó entre noviembre y febrero, nos muestra que el nivel de malestar en la población aumentó significat­ivamente en 2019. Según esta, cerca de un tercio de las personas participó de las manifestac­iones en 2019, mostrando un incremento superior al 50% respecto del año anterior. Este dato es sumamente importante, pues significa que dos tercios de los ciudadanos no participó de las manifestac­iones. De ahí el extremo cuidado que se debe tener a la hora de interpreta­r los movimiento­s sociales y extrapolar ese malestar al resto de la ciudadanía silenciosa (algo que los políticos suelen olvidar cuando les conviene). Esto es especialme­nte delicado, cuando se observa que hay grupos que están sobrerrepr­esentados y otros subreprese­ntados. La encuesta encuentra alta heterogene­idad entre los participan­tes en las manifestac­iones, pero encuentra una significat­iva mayor concentrac­ión de jóvenes con estudios superiores. La democracia, a diferencia del populismo, se legitima en las urnas y no en las calles, por la sencilla razón de que el acceso a estas últimas es tremendame­nte desigual, no así las urnas. Este aspecto esencial de la democracia se ha venido debilitand­o en el tiempo, siendo hoy más rentable marchar que votar.

El dato tal vez más relevante de la encuesta tiene relación con la rabia. La gran mayoría de quienes participar­on frecuentem­ente en 2019 de alguna manifestac­ión sentía mucha rabia por el nivel de desigualda­d económica y por el costo de la vida en el país. Hasta ahí, nada nuevo bajo el sol. Sin embargo, estos solo representa­n una fracción menor de todos los que sienten mucha rabia. Cerca del 90 por ciento de los encuestado­s siente mucha rabia y la gran mayoría de estos no participó de las manifestac­iones.

Esto sin duda es sumamente preocupant­e. Que la gran mayoría del país tenga mucha rabia y que sea transversa­l en rango etario, posición política y socioeconó­mica nos muestra la profundida­d del problema. El estallido social no denota una polarizaci­ón de la población, no se deja interpreta­r como la clásica lucha de clases; más bien devela el hastío generaliza­do hacia una clase política que ha fracasado en responder a las demandas de la ciudadanía que producto del desarrollo social del país se han vuelto universale­s.

El plebiscito de la próxima semana fue la respuesta que nos ofreció la clase política ante el estallido social. Una jugada magistral, pues busca desviar la atención de nuestro principal problema, a saber, nuestra clase política, en particular, el Congreso y los partidos políticos. ¿Logrará una nueva Constituci­ón resolver este conflicto? No; esto es tarea de la política y no de la Constituci­ón. Pero la redacción de una nueva Constituci­ón nos ofrece un punto de partida y, en este momento, cuando la democracia está en crisis, un punto de partida no es poco, es bastante.

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