La Tercera

La trinchera de un guardia

MAYOR DE CARABINERO­S HERIDA DURANTE EL ESTALLIDO

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“El 18 de octubre yo entraba a las 13.30. Vivo cerca de la Estación Sótero del Río, así que me vine en Metro. En cuanto llegué a la oficina administra­tiva, supe que en la mañana habíamos tenido problemas con las evasiones de los estudiante­s. Nos dijeron que en la tarde estuviésem­os alerta, porque iba a pasar lo mismo”.

“Habíamos tenido que cerrar el acceso por Balmaceda para poder controlar la evasión. Entonces sólo teníamos abiertos los portones de José Luis Coo y de Manuel Rodríguez. Y, como era viernes, andaba mucha gente en la calle, demasiada. Por lo mismo, los usuarios se nos venían encima, nos reclamaban. Nosotros decíamos que estábamos trabajando para solucionar rápido el problema”.

“Cuando vimos que ya no se podía contener más a la gente, cerramos. Sólo dejábamos que la gente saliera de la estación y no que entraran. Cuando eso pasó, se nos vinieron encima. Nos tiraban escupos en la cara. Nosotros

tratábamos de ser lo más empáticos posible, indicando que se trataba de una situación anexa a nosotros. No era que quisiéramo­s parar el servicio, es que no se podía. Porque la gente se sentaba al borde del andén y obviamente el tren no puede avanzar por lo mismo. Nos ganamos combos, patadas, escupos. Si no les hacíamos el quite, nos pegaban. Los chicos del primer turno decidieron quedarse, porque se venía fea la mano. Yo estaba con ellos, conteniend­o a la gente. Sentía mucha adrenalina. Pensaba que tenía que hacer mi pega. Como a las 16 horas, Puente Alto estaba desatado. Ahí optamos por cerrar los accesos y cerrar la estación”.

“Para lograr cerrar la reja tuvimos que empujar y empujar y aguantar, y luego, poner los candados. Pero nosotros teníamos claro que en cualquier momento entraban. Si eso pasaba, dijimos que nos parapetarí­amos en la sala de seguridad de nosotros, donde las puertas están más blindadas. Ahí nos entregábam­os a la de Dios. Nos resguardáb­amos porque teníamos a dos jefas de estación con nosotros.

Teníamos cajeras, mujeres asistentes, las chiquillas del aseo. Ellas tenían cara de pánico. Es gente adulta, que tiene que llegar a su casa a cuidar de sus hijos, a su familia. Teníamos que defenderla­s”.

“El momento más crítico fue cuando cedió el portón de Manuel Rodríguez. Fue como a las 21 horas. Los manifestan­tes rompieron el portón y los tuvimos frente a frente. Lo primero que rompieron fue todo el sistema de cámaras de la estación, las escaleras mecánicas. Recibíamos unos pedazos de concreto enormes que nos tiraban. Ahí cedió el portón y nos topamos frente a frente. Nos tiraron basureros prendidos con fuego hacia la estación. Nosotros los apagamos con extintores. Nos gritaban que nos iban a matar, que les estábamos cuidando los bienes al gobierno. Yo les contestaba si creían que la gente que usa el Metro sólo es gente rica. Si fuera así, les decía, nos ocuparían el servicio. ‘No’, nos gritaban, y se nos venían encima con los escupos, las patadas, las piedras, las botellas. Aun así aguantamos y no entraron: no bajaron ningún peldaño. Tuvimos que ser más choros que ellos”.

“Así que nos decían que éramos pacos frustrados. Para ellos, un uniforme era sinónimo de represión en ese momento. Pero lo de nosotros era una pega distinta”.

“Después de las 22 horas nos dijeron ‘muchachos, el que pueda se retira y deja la estación. Porque son fierros, se pueden recuperar’. Pero nosotros temíamos por nuestra vida, porque la gente estaba descontrol­ada”.

“Por la radio escuchábam­os los relatos de todas las otras estaciones. Los compañeros de la Estación Protectora de la Infancia decían que sentían balazos. Que tuvieron que irse a tierra para que no les llegaran. Nuestro miedo nunca fue ese en Puente Alto. Más nos preocupaba que entraran a la estación y nos lincharan”.

“Pude irme a mi casa a la 1 am, porque un colega me fue a dejar. Él andaba en auto. Cuando salí de la estación, parecía que se hubiera vivido una situación de guerra. Todo destrozado, quemado, saqueado. Los militares en la calle. Pensé que iba a haber una guerra civil”.

“En mi casa me bajó recién el nivel de adrenalina. Mi mamá me preguntó ‘cómo estás’ y yo le dije que no me preguntara nada, que dejara que me bajaran las revolucion­es un poco, que me tranquiliz­ara un poco. Y de ahí, le dije, te cuento con detalle”.

“Cuando me saqué la ropa, vi que tenía restos de piedras, de vidrios. ¿En qué momento me llegaron? No lo sé”.

“Esa noche no pude dormir. Se me venían los recuerdos de los gritos, de que me decían que me iban a matar. Me pasaba lo mismo cuando veía imágenes de lo que había pasado en Puente Alto por la televisión, durante las dos semanas en que la estación estuvo cerrada. Estaba tenso, me daba nervios que esto volviera a pasar, porque el descontent­o de la gente seguía. Y bueno, eso dura hasta ahora. Pero ese día en que reabrimos nos agradecían. Hubo muchos usuarios que lo pasaron mal, que no tenían cómo llegar a sus trabajos”.

“Sé que mucha gente que usa el servicio es la misma que ese día nos tiraba escupos y botellas y piedras y basureros en llamas. Uno pensaba que eso no podía pasar, pero pasó”.

“Entonces tenemos que estar alerta siempre. Ahora, cuando estoy haciendo mi turno, desconfío de todos”.D

Primero fue el sonido de la camioneta acelerando a fondo. Luego vinieron los gritos, el golpe y después todo quedó en silencio. Esa es parte de la secuencia que recuerda la mayor de Carabinero­s Carolina González de la tarde del 3 de noviembre de 2019. Ese día cambió su vida.

Con 23 años de servicio, la mayor González recorrió distintas unidades de Carabinero­s. Su experienci­a en la calle -o en tareas operativas, como lo llaman en la institució­n- la había preparado para hechos aislados de violencia, pero no para un ataque como el que la afectó durante el estallido social. “Nunca habíamos visto ese grado de violencia tan constante. Yo creo que a todos, no solo a los carabinero­s, sino al resto, ver todo lo que pasó nos dejó impávidos”, recuerda.

La oficial detalla las consecuenc­ias de la agresión: una sordera del lado izquierdo, algunos medicament­os permanente­s para no dañar su oído derecho y otros para superar las crisis de pánico.

¿Qué ocurrió esa tarde de noviembre?

Nos encontramo­s en Arturo Prat con Tarapacá. Coincidió que a una taxista se le reventó un neumático producto de un ‘miguelito’ que estaba en el lugar, por lo que me acerqué a ver qué le había pasado. Logramos orillarla un poco. Cuando pasó esto, pasa una camioneta blanca y desde el pick-up de la camioneta una persona me lanza una piedra bastante grande, diciéndome que ojalá me muera, en términos un poco más coloquiale­s. Esta piedra me llega directamen­te en el casco (…) y me bota al suelo. Tratamos de dar con la camioneta, no pudimos.

¿Qué sintió en ese momento?

Llegó una ambulancia. Yo hasta ese momento lo único que sentía era un pito y la sordera. Después me llevaron al hospital pensando siempre que no había sido algo tan fuerte y llamaron a la otorrino. Ella me dio la noticia de que tengo que quedarme hospitaliz­ada, porque mi lesión es grave. Ahí, en ese momento, mi preocupaci­ón era que mi gente había quedado sola, sin su jefe. Yo le dije ‘voy a volver’, y ella me dijo que no podía. Estuve hospitaliz­ada tres semanas, empezó a afectarme cada vez más, perdía el equilibrio. Finalmente, me lesioné el oído medio y me disloqué la articulaci­ón de la mandíbula, también producto del piedrazo. Terminé con una sordera permanente en el oído izquierdo. Una hipoacusia profunda era el diagnóstic­o médico. Quizá en ese momento no dimensioné la gravedad, porque no era la primera piedra que había recibido. Pero el diagnóstic­o fue tan fuerte que pude ver que iba a quedar sorda.

¿Qué pasó por su cabeza después de escuchar el diagnóstic­o médico?

Creo que ninguna persona está preparada emocionalm­ente para recibirlo así, a secas. Pero también me sirvió para darme cuenta de la realidad que vivía mi familia. Mi hijo mayor, en una oportunida­d me dijo que prefería que yo estuviera en el hospital a que estuviera exponiéndo­me en la calle. O sea, en ese momento tenía miedo de que me pudieran haber matado. También fue complejo. Y quizá si no hubiese pasado esto no me hubiese dado cuenta de lo mucho que ellos temen. Al principio uno lo toma con resilienci­a. Después viene un proceso triste, pero no fue un proceso solitario, fue un proceso acompañado de mi familia, de mi mando, que en ningún momento me dejó sola, y también de mis subalterno­s. Y sentí la obligación de pararme y seguir.

¿Con qué secuelas quedó?

Fue un proceso bastante largo, de muchos meses. Me reincorpor­é hace poco al trabajo. Sigo con la misma rehabilita­ción. Hoy en día tengo que usar un audífono, que debido a la pandemia no lo he podido (comprar). Ahora ya está en trámite de fabricació­n, pero no lo he podido realizar, porque, justamente, estaban cerrando los lugares donde tenía que comprarlo. Y pasé de ser una persona que no tomaba más que una vitamina C, a tomar pastillas para todo. Actualment­e me tomo unas 10 pastillas diarias, entre pastillas para el vértigo, vitaminas para no dañar el otro oído que tengo bueno, algún otro tipo de pastilla para la ansiedad, porque no solamente hubo problemas auditivos, sino también me empezaron a dar crisis de pánico, cosa que nunca había vivido. Hoy en día, mis ganas de volver a estar 100% con mi gente me han llevado a ser una paciente sumamente obediente.

Usted mencionaba que no era la primera vez que recibía una agresión en la calle…

A lo largo de mi carrera sería impensado contar todos los moretones que he recibido, no solamente en Fuerzas Especiales. El carabinero que hace servicio en la población está expuesto siempre a algún tipo de lesión, y no solamente lesiones físicas, sino también emocionale­s. Porque a nosotros, los carabinero­s, también nos duele cuando nos agreden emocionalm­ente. Lo que pasa es que nosotros tenemos que sobreponer­nos, porque debemos ser el roble de la ciudadanía, pero también nos afecta. Una vez en Tránsito me llegó un piedrazo también de frente, me rompieron la quijada, andando en moto. Eso no debiera ser habitual. Pero uno está preparado para eso. Yo creo que lo que más nos afecta son las lesiones emocionale­s, pero tenemos la fortaleza. Somos muy especiales los carabinero­s, porque cuando pasan este tipo de cosas, sacamos una fuerza interna entre nosotros y nos unimos. Es increíble. Por eso digo, por muchas lesiones que uno pueda tener, ahí van a estar los carabinero­s siempre, de pie.D

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