Mala suerte
Aun año de las protestas de octubre del año pasado, el país no está mejor. Está peor y no solo porque la emergencia sanitaria complicó más las cosas, sino también porque el sistema político continúa tan atascado como entonces. Hay que conceder que al menos un gran acuerdo se produjo en el intertanto -el del 15 de noviembre del año pasado, para abrirle paso a la iniciativa de una nueva Constitución con el plebiscito que tendrá lugar el domingo próximo-, pero el país, el Estado chileno, sigue sin tener respuestas sustantivas a algunas de las demandas más recurrentes del estallido, asociadas a temas de pensiones, de equidad social, de seguridad y orden público, entre otras variables. En cada uno de estos planos, por decirlo suavemente, el cuadro se deterioró.
Desde luego que es lamentable que este año terminemos como país con un ingreso per cápita inferior en 1.600 dólares al que tuvimos el año pasado, con los indicadores de inversión mucho más modestos y con niveles de actividad que también describen una fuerte contracción. Sin embargo, con todo lo dramáticas que puedan ser estas cifras, está claro que el problema de Chile no es económico, o al menos no es en primerísima instancia. La economía, después de todo, como bien lo sabemos los chilenos, siempre puede recuperarse después de una crisis si los incentivos están bien puestos. El problema de ahora, claro, es que no lo están. Y que, lejos de eso, los incentivos en el sistema político están en su mayor parte direccionados para que la crisis, lejos de ser transitoria, se convierta en realidad en terminal. El hecho es deprimente y lo es más todavía cuando el país se apronta a abrir la puerta a un período de definiciones -y por lo mismo, también de incertidumbres- que tomará al menos dos años. Mala suerte. Los países muy rara vez saben elegir el momento en que tienen que allanarse a realizar las reformas que se han estado postergando por años. Este fue nuestro caso. La reforma de las pensiones, por ejemplo, pudo haberse hecho en un contexto de bastante mayor serenidad, cuando se vio que iba a ser imposible, con las tasas de cotización que tenemos, con el aumento de las expectativas de vida y con los niveles de informalidad que tiene nuestra economía, que el sistema asegurara pensiones decentes a grandes sectores de la población. La propia Constitución pudo haberse revisado desde el prisma de qué era lo que estaba funcionando bien, qué era lo que generaba divisiones insalvables y cuáles de sus disposiciones no tenían destino alguno. Fue un trabajo que no se hizo en su momento, no obstante que algún intento de convergencia existió entre RN y la DC después de la reformas constitucional del Presidente Lagos el año 2005, y que ahora hay que acometer con una diferencia que no es menor, porque habrá que partir de cero. Sí, de nuevo: son los dictados de la fatalidad.
No es por casualidad que el sistema de pensiones se ha convertido en la gran metáfora del desencuentro y la irresponsabilidad política del Chile actual. Se han barajado distintas fórmulas para superar el bloqueo y todas se han venido abajo por distintas razones: porque lo que a unos les parecía bien cuando eran gobierno dejó de parecerles bien cuando pasaron a la oposición; porque lo que fue aceptable para un partido en la Cámara de Diputados dejó de serlo para ese mismo partido cuando el proyecto subió al Senado; porque gran parte de la oposición optó por un esquema que, a pesar de ser notoriamente impopular entre la ciudadanía, generó acuerdo entre sus bancadas y porque el oficialismo no se atreve a archivar definitivamente el proyecto, que es lo que habría que hacer en circunstancias normales, porque si lo hace su decisión bien podría pavimentar el camino para un segundo retiro del 10% de los fondos de pensiones, en cuyo caso lo que es un problema serio se convertirá derechamente en un desastre histórico. Sin ahorros, no hay sistema de seguridad social, sea de capitalización individual o de reparto, que resista. Sería bueno que los tribunos del Parlamento, no solo los que se han declarado en estado de reflexión, se dieran cuenta.
Volvió esta semana a reaparecer la garra fatídica de la violencia y de nuevo las fuerzas de orden se vieron superadas por la temeridad y volumen de los desórdenes. La violencia es, por lejos, el gran problema institucional del país, por mucho que la clase política esconda la cabeza y por mucho también que el tema rara vez aparezca en los pobrísimos contenidos de la actual franja electoral. Hay que ver y revisar ese material para dimensionar lo mal que estamos. No ha sido un espacio que aporte insumos para la discusión pública respecto del país que quisiéramos ser. Es apenas una pobre foto -ridícula, extraviada, vergonzosa y pueril- de lo atomizados y divididos que estamos como sociedad. De nuevo, ¿será pura mala suerte?