La devaluación de los hechos
Hace un año, el Presidente Sebastián Piñera anunció en cadena nacional que estábamos en guerra. Lo dijo con su aplomo habitual, después de que los disturbios de la tarde del 18 de octubre cobraran la forma de un estallido que se extendió por meses. No dio más detalles sobre quién o quiénes eran parte de ese enemigo que acechaba quemando estaciones de Metro y saqueando comercios, pero aseguró que se trataba de uno poderoso al que los chilenos y chilenas debíamos temerle. En su discurso hubo muchos adjetivos, pero ningún sujeto específico. Con el correr de los días, el enemigo era una sombra que cobraba distintas formas, dependiendo de las declaraciones de las autoridades y los corrillos habituales durante las crisis.
Más que buscar responsabilidades sobre los hechos, en el gobierno parecía haber un ansia de constatar un juicio prefabricado, hacer real una expresión de deseo. En marzo, durante una entrevista para el noticiero de Mega, el Presidente sugirió que había sido informado de los ataques al Metro antes de que tuvieran lugar, dando a entender, por lo tanto, que se trataba de un asunto organizado, una trama. Tampoco dio explicaciones sobre esa aseveración, pero aludió a un diálogo sostenido con el general director de Carabineros, con quien habría sacado la cuenta del número de policías necesarios para proteger las estaciones antes de que fueran atacadas. En una entrevista anterior a esa, concedida a CNN en Español, Piñera habló sobre un estudio de “comunicaciones a través de redes sociales”, que vinculaba los hechos violentos con mensajes a través de aplicaciones de internet, cuyo propósito habría sido “castigar o perjudicar al sistema político chileno”. El Presidente agregó que en ese intercambio de mensajes participaban narcotraficantes, anarquistas y extranjeros. En la entrevista fue esbozando a ese enemigo que tan rotundamente había anunciado en octubre sin aludir a ninguna organización específica. Sostuvo, además, que su gobierno fue víctima de una “campaña de desinformación, de noticias falsas” en la que hubo “participación de gobiernos e instituciones extranjeras”.
Todo indicaba que el estudio al que hacía alusión el Presidente era el Informe Big Data, el que también mencionaba a fans del K-Pop entre los instigadores para cometer actos de violencia. La manera en que dicho informe llegó al gobierno fue, una vez más, un relato torcido, lleno de frases con muchos adjetivos, pero sin sujeto. ¿Quién lo encargó? ¿Quién lo elaboró? ¿Qué tipo de información brindó? La vocera de la época lo calificó como “un insumo” puesto a disposición de la Agencia Nacional de Inteligencia. Finalmente, esta semana el fiscal Manuel Guerra, a cargo de las investigaciones de los ataques incendiarios al Metro, describió el informe Big Data como “sólo humo”, elucubraciones sin relevancia ni aporte sustancial a la investigación. Pese a la vaguedad de los datos, ese informe fue invocado durante meses como si se tratara de una prueba concreta del origen del vandalismo ocurrido durante las jornadas de octubre.
Aún no conocemos si hubo o no una organización para incendiar las estaciones del Metro. Hay un puñado de personas imputadas, pero no se trataría de nada parecido a un enemigo poderoso con una organización premeditada. Lo que sí existen son contundentes informes internacionales sobre violaciones a los derechos humanos, casos de impunidad rampantes de los que nadie se hace cargo, y el cultivo sistemático por parte de las autoridades de un trato hostil hacia aquellos que no adhieren a su pensamiento político. Lo que también existe son muchas preguntas sin respuesta.
Han pasado 12 meses que se sienten como tres décadas. Un estallido con decenas de muertos y miles de heridos, y una pandemia que ha cobrado más de 18 mil vidas hasta la fecha. Nuestro país ha enfrentado la crisis de derechos humanos más grave desde la dictadura y una sanitaria con una de las tasas de mortalidad más altas del mundo. Pero hay un daño que no se puede cuantificar, porque es imperceptible y, al mismo tiempo, amargamente espeso; ese daño es la devaluación constante y persistente del valor de los hechos, el ajuste porfiado de la realidad y la negación de lo evidente como una especie de hábito que se practica sin escrúpulo alguno. El gobierno reemplazó la política de los campeones por una del simulacro que se sostiene sobre discursos contradictorios y datos amañados a vista y paciencia de todos, y a costa de las instituciones.
El gobierno rechazó la posibilidad de comprender el descontento y prefirió cavar una trinchera desde donde inventar enemigos, para luego culparlos de su propia inoperancia.