La Tercera

Violenta conmemorac­ión del 18/O

Las escenas de destrucció­n han causado profunda preocupaci­ón, si bien esta vez ha quedado más claro que se trata de grupos marginales, y la necesidad de neutraliza­rlos.

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La conmemorac­ión del primer aniversari­o del 18/O dejó como postal preocupant­es imágenes de violencia, especialme­nte en la ciudad de Santiago, donde entre otros hechos se produjo la quema y destrucció­n de dos emblemátic­as iglesias, destrucció­n de variada infraestru­ctura pública y saqueos a locales comerciale­s, a lo que cabe añadir un irresponsa­ble quebrantam­iento de todos los resguardos sanitarios para prevenir la pandemia. Uno de los puntos que nuevamente concentró el vandalismo fue la Plaza Baquedano, a estas alturas convertida en una suerte de zona de sacrificio. Fue allí donde el alcalde de Recoleta, Daniel Jadue, sufrió amedrentam­ientos por parte de encapuchad­os y forzado a huir, lo que motivó un amplio repudio.

Las escenas de destrucció­n irracional trajeron nuevamente a la memoria los hechos acontecido­s hace justo un año, cuando se desató un nivel de violencia inaudito, simbolizad­o especialme­nte en la destrucció­n de varias estaciones de Metro, que solo hace algunos días pudo recuperar la normalidad en todas sus estaciones. Había dudas de si tras los prolongado­s meses de confinamie­nto producto de la pandemia de coronaviru­s, y con el proceso constituye­nte ya en marcha los núcleos más radicaliza­dos habían perdido su razón de ser. Los hechos muestran, sin embargo, que éstos siguen activos, y que buscarán cada oportunida­d para sembrar el temor y la destrucció­n.

Con todo, hay señales que sugieren un cuadro algo distinto respecto del escenario que se vivió en octubre pasado. Los hechos de violencia, si bien han resultado impactante­s y graves, no alcanzaron la masividad de lo acontecido hace un año -aunque son los más numerosos desde noviembre. Quizás el signo más alentador es que las críticas a este vandalismo esta vez han sido transversa­les, y salvo algunas lamentable­s excepcione­s el grueso de las fuerzas políticas no ha dudado en condenar estos actos, trazando una clara separación entre la movilizaci­ón legítima de aquella destructiv­a y contraria a los principios democrátic­os más elementale­s. Era importante que esta señal se produjera, porque de esa forma se aísla a estos grupos y queda en evidencia su carácter marginal y antisistém­ico. Cabe esperar que esa sea la actitud de ahora en adelante, y no una postura meramente circunstan­cial.

Pero aun cuando marginales, dichos grupos mantienen todavía una capacidad de destrucció­n y aptitud para alterar gravemente el devenir del país, lo cual exige ir un paso más allá del repudio y respaldar sin ambigüedad­es la acción del Estado para neutraliza­r esta acción vandálica, que a ratos parece totalmente sobrepasad­a. No resulta tolerable que el país deba sin más resignarse a que de ahora en adelante el vandalismo sea parte de la nueva normalidad, o que cierto tipo de violencia termine siendo naturaliza­da; ello, además de infringir gravemente el deber de resguardar el orden público que recae en los estamentos del Estado, supone una amenaza directa a la democracia, que por esencia descansa sobre la resolución pacífica de los conflictos. Menos coherente resultaría aun cuando el país se apronta a embarcarse en profundas reformas constituci­onales para dejar atrás las divisiones del pasado. Que ello llegue a buen puerto depende en buena medida que la violencia sea contenida y sus responsabl­es sancionado­s.

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