La pregunta que es mejor no hacer
Ahora que el mundo cinéfilo se ha visto obligado a emigrar a plataformas distintas de las salas para ver nuevas realizaciones, vuelve a cobrar vigencia la pregunta de qué es el cine, que André Bazin se hizo en los años 50 y que le dio título al libro canónico que recoge sus ensayos. Desde luego el cine hoy no es lo mismo que en ese tiempo. Son cine los blockbusters en los cuales Hollywood se jacta de su poderío, son cine las películas de Tarantino, son cine los registros originales del fastuoso Funeral de Estado que la Unión Soviética tributó a Stalin tras su muerte y también lo son los últimos trabajos -oscuros, delicados, contemplativos, impenetrables- de Tsai Ming-liang donde un monje budista descalzo y vestido de rojo atraviesa lentamente, con imágenes ralentizadas, congeladas en el tiempo, a razón de un paso por minuto, las calles presurosas, caóticas y atiborradas de Hong Kong. Un hermoso tributo a la espiritualidad zen.
No solo eso. ¿Quién hubiera podido imaginar, por ejemplo, que iba a surgir como género autónomo el documental familiar? Ahora lo permite tanto el indiscriminado acceso a las cámaras como la cantidad de material filmado existente en cada hogar. En Netflix, sin ir más lejos, está La familia del soldado
(2020, Leslye Davis y Catrin Einhorn), que es una obra descomunal en términos de emoción y lirismo sobre lo ocurrido durante una década en el hogar de un oficial que va a Afganistán. Y ahora se ha estrenado Dick Johnson, descansa en paz, concebida a partir de la relación que la realizadora -Kirsten Johnson, documentalista y directora de fotografía de varias cintas importantes- tiene con su padre, un psiquiatra ya octogenario y que comienza a manifestar síntomas de senectud. El distinguido psiquiatra no ya es el de antes pero, aunque la memoria no lo esté acompañando, todavía tiene la suficiente distancia e ironía para interpretar frente a su hija accidentes letales ficticios. La idea de la directora era jugar con la idea de la muerte del padre y la de éste fue prestarse para ese juego, quizás con miras a descomprimir la angustia que inspira el momento final. Padre e hija se lo toman con humor, imaginan accidentes, suponen ceremonias fúnebres más o menos aparatosas, ponen en escena momentos divertidos y bastante kitsch del difunto en un paraíso de cartón piedra (padre e hija son adventistas) y desarrollan complicidades que los acercan, los encariñan y hacen menos doloroso el ocaso de la vejez. Es un juego. Un juego de aristas inocentes y simpáticas incluso. El problema es que la fatalidad de la muerte no lo es, que el anciano psiquiatra no tiene ningún interés en irse de este mundo y que, por muy ingenioso que sea, el proyecto no pasa de ser un chiste. No malo, a lo mejor, pero tampoco tan bueno como para hacernos olvidar la fugacidad de la vida y la fatalidad de la muerte. Lo más valioso quizás para la directora fue quedarse con unas imágenes de su padre que de otro modo no habría tenido. Bien por su lado. Pero, ¿da este material para constituirse en una película? Parece que sí, puesto que Netflix la tiene en su catálogo. Sin embargo, también hay razones para ponerlo en duda. ¿Qué es el cine? ¿Todo lo que puede caber en el rectángulo de una pantalla o las películas tienen que cumplir otros estándares? Si ahora estamos con muchas dudas para responder a esta pregunta, mejor ni imaginar las que se tendrán en 30 o cien años más.