Pobre Mank
Mank, la nueva película de David Fincher en Netflix, no obstante ser una historia que suele coincidir con lo que Pauline Kael contó de Citizen
Kane, es exactamente el tipo de película que ella hubiera odiado. Es presumida, errática, emocionalmente extraviada, intelectualmente correcta y supuestamente “artística”. Es también el tipo de trabajo que hubiera avergonzado a Mank escribir y protagonizar. Mank es el guionista Herman Mankiewicz.
La cinta no se hace cargo más que de refilón respecto de quién es el verdadero autor de la película, si Mankiewicz o Welles, puesto que ambos compartieron el crédito. Y a partir de datos objetivos, no puede menos que reconocer que la escritura fue de Mank. Desde luego eso no significa que Welles no haya hecho aporte sustantivos al guion ni tampoco que su trabajo como cineasta no haya llevado las escenas libreteadas a cumbres inesperadas de inspiración y lirismo. Eso lo reconoció siempre la propia Pauline Kael, la crítica americana más importante de los años 60 y 70, en su precioso ensayo sobre la película. Ella misma dice que fue Welles quien le puso la energía que arrastra al espectador. “Aunque Mankiewicz puso la base -escribió ella-, la exuberancia mágica que enciende la mecha de toda esa empresa escandalosa pertenece a Welles”. Sin embargo, su ensayo más que reivindicar el trabajo del guionista, glorificó en verdad al Hollywood de los años 30, cuando un talentoso batallón de periodistas, críticos y dramaturgos del Este desembarcó en Hollywood (dejándose seducir demasiado pronto por los sueldos altos, el alcohol y la fiesta interminable) y trajo un increíble cargamento de talento en bruto a la industria. A poco andar las películas se hicieron divertidas, casuales, insolentes, rápidas, urbanas, baratas y adorables. De eso trata su ensayo, de lo que Hollywood perdió cuando en los años 40 llegaron los moralistas y predicadores para redimir patrióticamente a la industria en tiempos de guerra y siguió perdiendo después, en los 50, cuando los directores se volvieron “artísticos” con realizaciones sentimentales y edificantes. La tesis, discutible y todo, fue provocativa porque invirtió las jerarquías: lo bueno habría ocurrido en los años más pop, cuando hubo menos autoconciencia y cuando el genio creativo quedó radicado en una caterva de guionistas borrachines, tramposos, cínicos y que nunca sintieron estar pintando la Capilla Sixtina con su trabajo.
Bueno, en su nueva cinta David Fincher (Seven, Zodiac, La
red social) intenta subirse a los andamios llevando pinceles. Su Mank es un plomo, no tiene chispa ni por asomo, parece un tonto solemne y un invitado desagradable a las fiestas. Pero tiene su lado heroico porque apoya causas de izquierda. Vaya. La cinta inventa una elección e inventa también un suicida amigo para dignificar a un protagonista cuya nobleza se construyó a pesar de su irresponsabilidad política y de no haberse tomado nunca en serio. La única vez que lo hizo fue cuando exigió que su nombre apareciera en los créditos de Citizen Kane. Para entonces estaba claro que había sido un perdedor y que lo iba a seguir siendo. Un perdedor que habría vomitado viéndose convertido en héroe en esta realización presuntuosa y malograda. Pobre Mank: Welles lo ninguneó y ahora Fincher lo falsea. ¿Qué será peor?