La Tercera

Ser y parecer

- INVESTIGAD­ORA CEP Por Carmen Le Foulon

“No solo hay que serlo, sino también parecerlo” es una expresión común en Chile. Es bueno reflexiona­r lo que refleja sobre nosotros y sus implicanci­as. A primera vista, pareciera razonable: cuán difícil podría ser “parecerlo”, si – en realidad se “es”. Pero analizándo­la, se revelan síntomas y problemas cada vez más visibles en el último tiempo. El primero es que subyace una desconfian­za interperso­nal profunda. En Chile, menos de uno de cada cinco personas considera que se puede confiar en las demás personas, lejos de los niveles de las democracia­s más consolidad­as, en las cuales más de la mitad lo hace (ISSP 2018). Este nivel de confianza interperso­nal es bajo, y lo ha sido por varias décadas (CEP 1998, 2008). Esto no es menor, la confianza interperso­nal es clave para asegurar la cooperació­n, tanto política, económica como social (Gibson, 2001; Keefer and Knack, 1997)

Un segundo síntoma que se revela es que hay una forma de actuar, de parecer, que permite juzgar si se “es” o no se “es”. Este monitoreo del otro también corre el riesgo de llegar a límites absurdos cuando, en un clima de desconfian­za, alguien o alguna institució­n se erige como juez. Aparecen los zelotes, los puristas que determinan lo que se puede o no se puede hacer para parecer, que ya se convierte en lo mismo que ser. Se borran los matices, se pierden las complejida­des, el mundo se divide entre los que son (parecen) y los que no son (no parecen). Y ante el temor de no parecerlo, se vuelve tentador acusar al otro de no serlo. La historia está llena de ejemplos tristes, siendo la Inquisició­n uno de los más aterradore­s. Cuando no se permiten explicacio­nes ni variacione­s, cuando ya no existe el beneficio de la duda, se termina por restringir la libertad.

En las democracia­s representa­tivas la confianza juega un rol fundamenta­l. El sistema de pesos y contrapeso­s genera confianza al limitar el potencial abuso de cada uno de los poderes del Estado. Asimismo, la democracia y sus institucio­nes fundamenta­les requieren tanto de confianza en ellas como interperso­nal para funcionar (Norris, 2011). En este aspecto, Chile también muestra niveles preocupant­es de desconfian­za, sobre todo, por cuanto ésta se ha desplomado en los últimos años. En 2019, solo un 24% confía en la FF.AA., solo un 17% confía en Carabinero­s, un 5% en el gobierno, un 3% en el Congreso y un 2% en los partidos políticos (CEP2019).

Dentro del sistema de pesos y contrapeso­s, el rol fiscalizad­or del Congreso es fundamenta­l: bien empleado, tiene un efecto virtuoso sobre la confianza institucio­nal. Pero dentro de su tarea de fiscalizac­ión, el “investigar” no puede simplement­e reemplazar­se por “acusar”: la (eventual) acusación es el paso final de un proceso de investigar, siempre y cuando se haya demostrado el abuso. En el actual clima de desconfian­za debiera cuidarse más que nunca esa distinción, aunque los incentivos sean justamente los contrarios. Hemos visto ejemplos a nivel transversa­l dentro del espectro político. Quizás uno de los casos más paradigmát­icos del último tiempo ha sido la amenaza de acusación constituci­onal contra el ministro de Hacienda por la solicitud de informació­n sobre quienes hicieron el primer retiro del 10%. De una inquietud perfectame­nte razonable -qué se quiere hacer con esa informació­n- se pasó de inmediato a una acusación saltándose cualquier posibilida­d de descargo previa. Así también lo vemos en la acusación contra la defensora de la Niñez por el video de la polémica. Lo que es una inquietud o queja razonable se convierte rápidament­e en juicio sumario.

Recuperar la confianza es extremadam­ente difícil, requiere de tiempo y cambios profundos. Ad portas de una convención constituye­nte valdría la pena repensar el funcionami­ento y dinámicas de nuestras institucio­nes a la luz de sus efectos en la confianza. Pero también, abandonar de una vez la obsesión por el “parecer”.

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