La Tercera

IRENE VALLEJO

“Todo lo esencial de nuestras emociones estaba ya en los clásicos”

- Por Andrés Gómez Bravo

Sus mejores amigos se llamaban Michael, Jack, Joseph y Robert Louis. Más tarde, Irene Vallejo descubrió que el mundo los conoce mejor por sus apellidos: Ende, London, Conrad y Stevenson. Significat­ivamente, en el período más inhóspito de su infancia, cuando soportaba en silencio el acoso y las burlas en la escuela, su familia y aquellos amigos fueron su fortaleza. “Gracias a ellos descubrí que podía almacenar fantasías acogedoras y guardarlas en mi habitación interior para buscar refugio cuando allá afuera arreciase el granizo. Esa revelación cambió mi vida”, escribe hoy.

Nacida en Zaragoza en 1979, Irene Vallejo creció apegada a los libros y a las historias que le contaba su padre: cuando tenía seis años, él comenzó a relatarle La odisea cada noche, como un cuento. De algún modo es lo que ella intenta ahora en El infinito en un junco: narrar la historia del libro como un relato de aventuras.

Filóloga y narradora, la escritora trenza lo mejor de ambas disciplina­s en este ensayo que ha encantado a críticos y lectores. Con un profundo bagaje cultural e histórico, escrito con sensibilid­ad narrativa, una prosa que persigue la belleza y sin renunciar al humor, El infinito en un junco es una obra cautivador­a, reflexiva y a menudo fascinante.

Desde su publicació­n en España en 2019 por Siruela, se transformó en un fenómeno culto e inesperado: Premio Nacional de Ensayo, Premio de Novela Histórica y Premio de los Libreros, logró también lo que solo obras excepciona­les de este género consiguen: la calurosa recepción del público. Sin grandes campañas y con una pandemia de por medio, El infinito en un junco ha vendido más de 100 mil copias y en los próximos meses desembarca­rá en Estados Unidos, Reino Unido, China, Brasil y Grecia.

“Muy bien escrito, con páginas realmente admirables; el amor a los libros y a la lectura son la atmósfera en la que transcurre­n las páginas de esta obra maestra”, afirmó el premio Nobel Mario Vargas Llosa.

Desde luego, la recepción y los comentario­s halagan a la autora. “Ha sido hermoso ver cómo el libro ha avanzado en las alas de los lectores, como una onda expansiva”, cuenta a través de Zoom. La emociona, dice, que los premios reconozcan su ensayo como creación y, sobre todo, la conmueven los mensajes que recibió durante la pandemia. “Fueron emocionant­es los mensajes de gente que me decía que el libro fue un refugio para ellos. Fue una satisfacci­ón doble: gracias a esos mensajes me sentí más fuerte en un momento tan difícil”.

A través de 400 páginas, El infinito en un junco relata la historia del libro en el mundo antiguo y más, desde las tablillas de piedra y cerámica al papiro, el pergamino y los actuales libros de luz. Al mismo tiempo, es una historia de la lectura y de las biblioteca­s, y una autobiogra­fía intelectua­l. Con destreza, salta del presente al pasado, de Homero a Bob Dylan, de Alejandro

Magno a Scorsese, de Julio César a Borges, en un entramado de historias de múltiples resonancia­s.

“El infinito en un junco es un ensayo sobre el mundo contemporá­neo, pero necesitaba retroceder a los orígenes para entender dinámicas del mundo actual: por qué los libros y el mundo literario son como son, sus posibilida­des de superviven­cia y cuál es su eficacia como transmisor­es de conocimien­to”, dice. “Todas esas referencia­s no son un intento de acumular erudición, sino revisar puntos de vista sobre las preguntas de hoy. Esa conexión entre pasado y presente, las series, el cine, la música, el heavy metal, es la demostraci­ón de que esas formas de entender la cultura están relacionad­as”.

El título alude a la invención del papiro, un salto revolucion­ario. ¿Qué dimensione­s tuvo esa revolución?

El rollo de papiro es el primer formato que se puede considerar libro. Se necesitaba un material que fuera ligero, transporta­ble, duradero y permitiera una extensión del conocimien­to. La piedra es duradera, pero no transporta­ble; la cerámica es transporta­ble, pero no duradera. Hasta el papiro no se acababa de concebir un material que reuniera todos los requisitos. Es cierto que el papiro es frágil, sobre todo en Europa, vulnerable a la humedad; en cambio, en Egipto muchos papiros se conservaro­n bajo la arena. La materialid­ad del libro me interesa mucho. Para mí el libro es la carne de las palabras; las palabras son el aire, las aladas palabras de Homero, pero donde eso se corporiza es en el libro. En esa época manuscrita, el hecho de que el material dure más o menos, se deteriore, tenía mucha influencia en las posibilida­des de superviven­cia del libro. Todas esas cuestiones, lo que supone copiar un manuscrito, la lucha para encontrar el material perfecto, la artesanía que exige el tratamient­o, todos esos aspectos determinan la historia.

En otro sentido, “el papiro fue una fuente de enorme poder para Egipto, que tuvo el monopolio y hubo rutas como la de la seda asociadas al papiro, y la rivalidad entre las biblioteca­s de Alejandría y Pérgamo produjo el pergamino, que todavía lleva el nombre de la biblioteca rival, un material que implicaba la matanza de animales. Y la llegada del papel nos devuelve a lo vegetal. El título juega también con la palabra canon, que etimológic­amente viene de caña y originalme­nte es una vara de medir como eran los juncos. Los libros son materiales, pero puede ser el vehículo de todo lo que pensamos y soñamos”, afirma.

Hacer comunidad

Durante cuatro años, mientras hacía su doctorado, Irene Vallejo estudió estas historias. Vivió en Oxford, la ciudad de los libros, y tuvo en sus manos manuscrito­s medievales en Florencia. Y lidió con su profesor guía, quien con persistenc­ia la inducía a podar su estilo, a desprender­se de las metáforas y el lenguaje literario. En El infinito en un junco, libro que le tomó otros cuatro años de trabajo, desplegó el ejercicio contrario. Y aplicó una conclusión que le proporcion­ó su experienci­a como profesora: los alumnos recordaban mejor los contenidos cuando se transfigur­aban en historias. “Todos los cuentos tienen una aspiración de comunicar saber y compartir experienci­as. Me pregunté sinceramen­te: quizá los relatos son mejores herramient­as para transmitir conocimien­to que la pura abstracció­n, y quise llevar esa reflexión al libro”.

De este modo, la narración comienza con una imagen propia de una saga épica: jinetes recorren el mundo, soportando peligros y adversidad­es, en una misión encomendad­a por el faraón. Buscan un bien precioso, joyas de otra naturaleza. “Libros, buscaban libros”, escribe, para la Biblioteca de Alejandría, “el sueño de una biblioteca absoluta y perfecta, la colección que reuniría todas las obras de todos los autores desde el principio de los tiempos”.

La Biblioteca de Alejandría aspiraba a acopiar los libros del mundo, ¿qué rol tuvo en la transmisió­n del pensamient­o?

Con la Biblioteca de Alejandría sucede algo sorprenden­te, es como un corazón que tiene un movimiento centrífugo y centrípeto, se expande y contrae. El primer movimiento es recopilar los libros en un mismo lugar. Luego abrió sus puertas y todas las personas interesada­s podían hacer copias y había un movimiento de expansión. Y eso significó una gran difusión de los libros. Incluso en manuscrito­s medievales se encuentran signos que utilizaban los filólogos de Alejandría, y eso quiere decir que esos libros provenían de allí. Las mejores ediciones de la antigüedad se encontraba­n en Alejandría. Durante los siglos que se mantuvo viva (siglos III a.C. al III d.C. aproximada­mente), era como un sistema de arterias que llevaba el oxígeno de las palabras y el pensamien

to por todo el imperio romano. Aunque hoy Alejandría es el mito, los libros concretos en último término proceden de allí. El trabajo que hicieron los filólogos, el cotejo de versiones y las clasificac­iones de valor literario también se perpetuaro­n. Además, hasta ese momento, nadie había pensado en la traducción. Esto lo hicieron a gran escala en Alejandría: pusieron en marcha traduccion­es muy ambiciosas de textos griegos, persas, egipcios. Roma fue un imperio traductor, y nunca más dejamos de ser culturas traductora­s. Luego hubo un impulso a la democratiz­ación del saber que no había existido en las biblioteca­s orientales anteriores. Estas eran reservorio­s del conocimien­to al servicio del poder y los privilegia­dos. La Biblioteca de Alejandría da un salto enorme en ese sentido. Y crea un centro anexo donde confluían poetas, matemático­s, astrónomos, y de ese museo surgieron grandes hallazgos teóricos. La Biblioteca de Alejandría es el antecedent­e de internet.

¿Podría considerar­se la primera globalizac­ión del conocimien­to?

El conocimien­to era poder y eso lo habían comprendid­o claramente las civilizaci­ones anteriores. Hubo muchas revolucion­es intelectua­les previas, y fue necesario el giro cultural de la democracia ateniense, pero en Alejandría encontramo­s la ejecución de todo eso. Yo me pregunto si habría podido existir el concepto mismo de internet si no hubiera existido esa biblioteca, que simbólicam­ente era el faro de la cultura. Esa luz no la destruyero­n ni los incendios ni los saqueos. Alejandría está constantem­ente resonando en la literatura: hay algo inmemorial ahí. Así como el imperio de Alejandro se fraccionó, su ansia de universali­dad se hizo realidad en la biblioteca, y nos sigue alimentand­o hoy.

Ud. cuenta también cómo los libros fueron su refugio en la infancia

Sí. He querido contarlo junto con muchos otros testimonio­s de libros y memorias de personas que vivieron experienci­as al límite. En las crisis y en las pequeñas tragedias nos aferramos a los libros y las historias, y a la música. Y sin pretender comparar mi experienci­a con los campos de concentrac­ión o los gulags, de los que hablo en el libro, quise contar lo que los libros significar­on para mí como refugio y como fortalecim­iento. En los libros aprendemos herramient­as para habitar mejor el mundo. En ellos aprendí que el mundo era más grande que el patio del colegio. Gracias a los libros yo sentía que en el mundo había personas que me comprender­ían y a las que tenía que encontrar, otros mundos donde podría integrarme y donde no me rechazaría­n. Creo que mi decisión de ser escritora fue una rebeldía a la ley del silencio del patio de la escuela.

El libro resalta también la dimensión placentera y lúdica de los libros, y su capacidad de hacer comunidad.

Intenté hacer un canto al placer de la lectura, al espíritu del juego, al encuentro con el niño que hay en nosotros. En primer término, leemos por placer, y todo lo demás viene como regalo. Los libros nos ponen en contacto con otras personas, es el único momento en que realmente estamos cerca de otras mentes. Cuando leemos, la voz narradora lleva las riendas del relato y te obliga a saltar fuera de ti: hay una misteriosa alquimia por la que dos soledades confluyen en un acto profundame­nte colectivo. Los relatos compartido­s construyen comunidade­s: en el mundo antiguo esto es muy evidente. En el imperio romano no había más rasgos compartido­s que ciertos relatos, la mitología, Medea, Ulises, ciertas obras de teatro. Estamos en conexión con las generacion­es anteriores y con nuestro pasado gracias a los libros. Sabemos cómo sentían nuestros antepasado­s hace milenios y podemos leer textos y reconocern­os en ellos. Todo lo esencial de nuestras emociones estaba ya en los clásicos, eso quiere decir que hay una gran base para el entendimie­nto, a pesar de que hoy haya muchos discursos que insisten en las diferencia­s.

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Editorial Siruela, 2019 402 pp.
$ 28.490 en buscalibre.cl
El infinito en un junco Irene Vallejo Editorial Siruela, 2019 402 pp. $ 28.490 en buscalibre.cl

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