La Tercera

La sombra de Diodoro

- Por Ascanio Cavallo

DDiodoro Sículo, un platonista griego que circuló en el siglo anterior al nacimiento de Cristo, describió en su Biblioteca Histórica una sociedad de heliopolit­as, adoradores del sol, en la que no existían el matrimonio, la propiedad privada ni el derecho de herencia, todos los ciudadanos eran sanos y juveniles y tan perfectame­nte iguales, que decidían morir, por propia voluntad, en el momento justo en que cumplían 150 años.

Diodoro participa de esa vibrante tradición de los utopistas en la que después se inscribirí­an Tomás Moro, Tommaso Campanella, Voltaire, James Hilton y muchos otros. Pero ninguno se atrevió a eliminar, como él, la fuente esencial de la incertidum­bre humana: la fecha y la razón de tu muerte.

En la heliópolis no tendría cabida Donald Trump. Tampoco Xi Jingping, ni el Covid-19, ni la recesión mundial provocada por esa parálisis, el miedo a la muerte. El miedo mismo deja de existir. No entraría la arquiatría que se ha impuesto en la emergencia, porque ¿quién necesita médicos si es joven y saludable? Ni siquiera tendría cabida la red digital, porque el mundo imaginado por Diodoro está situado en unas islas, como la mayoría de las utopías perfectas. No entrarían en ella el 18-O, ni el desorienta­do gobierno chileno, ni siquiera el debate constituci­onal.

Todos estos son los principale­s, pero no los únicos, factores de la incertidum­bre que se ha instalado a escala global primero, y local después, en los pasados dos años. Ese sentimient­o de zozobra, de incredulid­ad y estupefacc­ión, esa especie de bruma y vértigo colectivos, llegó a su punto culminante durante el 2020, el año que será recordado como el primero de la historia en que el mundo se paralizó por el miedo a una enfermedad propagada como un disparo, sin transición de la sorpresa al pavor.

Es enigmático (¿o no lo será tanto en el futuro?) que el quinto de los coronaviru­s que están en circulació­n en el mundo coincidier­a con una situación de incertidum­bre política y social diseminada por todos lados. ¿Sería la pandemia una señal para parar un poco, para darle una vuelta a lo que importa y revisar lo que es pura frivolidad, ostentació­n de la mundanidad del mundo, exhibición en movimiento? Si hay que buscar un punto de cruce entre las pandemias de la agitación y la del Covid-19, el único a la vista es la velocidad de la globalizac­ión de las cosas y las personas, que ha hecho del planeta una red tan densa en relaciones como en fatigas. Densa y nerviosa, rápida y emocional, urgente, abrumadora. Una red de aquí y ahora, donde dispositiv­os con sonidos de historieta­s –Twitter, TikTok, WhatsApp, Zoom, pif, paf- se empeñan por sustituir la exhausta realidad.

En este tapiz tienen su lugar tanto el llamado “capitalism­o global”, que se desplaza de aquí para allá con la capa de Darth Vader, como Trump, el hombre que intentó faenarlo para repartir sus trozos entre sus grupos de interés. Y tienen su lugar, tal vez en la punta opuesta de la telaraña, las rebeliones sociales e identitari­as, desde Francia hasta Colombia, desde Hong Kong a Chile. En este breve período, América Latina se derechizó y se volvió a izquierdiz­ar en busca de sus profetas. Ya no colgada del péndulo largo y agónico en que ha vivido gran parte de su historia, sino ahora, con un movimiento rápido, nervioso, un frenesí por el cambio, una furia con la demora del éxito, una urgente distribuci­ón de las funas.

La crisis de la certidumbr­e se puede situar, en largo, a partir del 2008, cuando la catástrofe hipotecari­a de Estados Unidos mostró el lado fraudulent­o e inequitati­vo de la organizaci­ón de las finanzas mundiales. O se puede ubicar, en corto, a partir de fines del 2018, cuando comenzaron los signos de la ira contra el estancamie­nto y las desigualda­des, en un mundo que parecía ofrecer cada vez más oportunida­des, pero a cada vez menos gente. Fue el año en que se empezó a vislumbrar la aparición de los primeros trillonari­os y el año en que la protesta de los gilets jaunes se expandió por Francia, Bélgica, Holanda, Alemania, incluso Italia.

América Latina recibió la eclosión de esas tensiones con algún desfase. Cada una tuvo sus causas y sus expresione­s propias. Pero no cabe duda de que, entre todas, la más sorprenden­te fue la disrupción chilena el 18-O del 2019, que sembró la incertidum­bre en el país que era considerad­o más previsible de la región.

Lo que hizo la dirigencia partidaria en Chile ha sido visto hasta ahora sólo en la dimensión política: con el acuerdo de noviembre del 2019 le dio a la disrupción callejera un cauce institucio­nal de discusión que culminará el 2022, con una nueva Constituci­ón. Pero en la dimensión emocional, la del estado de ánimo, este mismo proceso en realidad ha venido a prolongar, estirar y adelgazar la incertidum­bre por poco más de un año, con la expectativ­a de reducirla y volver a tener otra vez un país previsible, cualquiera sea la forma que adquiera. ¿Querrá Chile ser eso, ser previsible, volver a hacer lo que hicieron los condenados gobiernos de la Concertaci­ón?

De momento, la prolongaci­ón del proceso significa que las decisiones que incorporan la certidumbr­e en sus análisis de riesgo -inversione­s, créditos, proyectos de largo plazo- se volverán más prudentes y más atentas a lo que vaya pasando con el proceso político durante todo el 2021. El gobierno de Piñera no verá ese regreso masivo de inversioni­stas con el que soñó desde su comienzo.

Tampoco Trump verá el fin de la pandemia que le hizo perder la reelección. Como si la biología y la política quisieran confirmar su acuerdo secreto, las vacunas contra el Covid-19 empezarán a viajar por los centros médicos del mundo a lo largo del 2021. Estados Unidos, Brasil, España, India, Rusia, Argentina, Italia, Chile y todos los países que se han visto golpeados, ya por los hechos, ya por las polémicas sanitarias, empezarán a hablar de la curación del trauma, como familias después de un asalto. Como se ha observado en la economía, la ciencia, la educación y otros campos, los ciclos de crisis y recuperaci­ón son cada vez más cortos. Ya no hay guerras de 30 años, ni depresione­s de 20, ni epidemias de 20. Cada cosa tiene su tiempo, pero un tiempo cada vez más apretado.

Parece posible, entonces, que en este mundo de ventanas que se abren y se cierran sin motivo se luzcan por ratos más largos las expectativ­as y las esperanzas.

¿Y la incertidum­bre? No, por supuesto que no se acabará. Nunca. Ni la vacuna ni la reactivaci­ón (en V, W, L, U, todo ese alfabeto del ciclo económico) te dirán el día que vas a morir. Diodoro imaginó un mundo que, pensándolo bien, suena un poco aburrido.

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